La continua revisión, incluso mental, retrospectiva del legado de Yasujirô Ozu, en pos de diferenciar argumentos, tonalidades y sobre todo encontrar las películas y momentos que más nos pueden emocionar e impresionar más duraderamente de una carrera coherente como pocas, es una de las tareas más agradecidas imaginables.Rara vez queda empequeñecida alguna de ellas y es habitual verlas afianzarse, crecer y calladamente competir unas con otras, sean de cualquier época, las más discretas y sucintas con las más complejas, las que parecen variaciones sutiles de otras precedentes con las que suponen algún giro o introducen algo nuevo o no tenido muy en cuenta anteriormente.Las hay que quizá nos habían parecido pasos en alguna dirección más depurada - "Hijosen no onna", "Tôkyô no yado", "Hitori musuko"... y no sólo en los 30 donde tantos problemas tuvo con la censura y presumiblemente le fueron amputadas o camufló algunas de sus inquietudes, también "Kaze no naka no mendori" y hasta otras posteriores - claramente influídas por el cine de su tiempo que más le había importado (de Sternberg a McCarey, de Borzage a Chaplin, bastante menos su admirado Orson Welles) que se revelan de repente perfectamente definidas, de una asimilación de conceptos asombrosa, nada esquemáticas por breves que fuesen.Otras, más adelante, desde la sublime "Banshun" que marca el comienzo de la alianza con el arquitecto en la sombra, su guionista Kogo Noda, con "Tôkyô monogatari" como gran referencia y donde están las de mayor metraje y las únicas seis que filmó en color, parecen por fin "materializar" ese estilo que - y es un caso sólo comparable al de Robert Bresson, pero mucho menos inspirador de vocaciones - cimenta su prestigio.
Externamente, ahí están los característicos títulos de crédito sobre tela de arpillera que tanto recuerdan a aquellos bordados o a punto de cruz de Henry King, sus perfectos planos frontales que a su vez ahora ha reverdecido Eugéne Green, sus exteriores siempre llenos de música, sus escenas "circulares" que arrancan y finalizan con el mismo plano, las sonrisas de sus actrices siempre tintineando por mucha incertidumbre que las rodeara y esos, por comparación, drásticos cambios de expresión, los más terribles que ha dado el cine y que no suelen percibirse hasta el borde mismo de las grandes y las pequeñas tragedias, sus pasillos, recepciones, oficinas, bares y calles... nada nuevo en realidad en su cine desde los 30. Quizá el gran cambio es que Ozu se consolida, junto a John Ford y Paul Newman, como el gran cineasta sobre la familia.
Antes, cuando era joven, había mirado como hijo, como amigo o como hermano a los conflictos familiares, a aquellos que tenían que ver con la familia "dada", de la que cualquiera forma parte por puro azar o no sé qué alineación de planetas.
Con el paso del tiempo mirará desde el punto de vista del que está en disposición de crear una segunda familia o reconstruir la que se rompió.
Mirará pero no como Ford a la familia como refugio, añorado equilibrio que se busca y si no se encuentra se improvisa (congregaciones religiosas, la milicia) o simplemente se añora. Ni como Newman que se siente atraído por los avatares de la convivencia, qué difícil se hace verse obligado a ver a diario a quien nada en común tiene con uno excepto un lazo de sangre.
A Ozu le interesará sobre todo el momento de la elección y cómo presente y futuro quedarán alterados por ello.
Serviría casi cualquiera, pero "Kohayagawa-ke no aki" es ideal para aproximarse al corazón de su cine y constatar cómo quizá producto de sus especiales circunstancias personales y por simple efecto acumulativo de la depuración y el cierre sobre sí mismo de lo que había venido desarrollando desde principios de su carrera, abundan sin embargo los elementos que combaten las perezosas monotonías del recuerdo y enriquecen ese extrañamente estrecho margen en que nació y creció su grandeza.Penúltima de las que pudo realizar antes de su prematura muerte y segunda protagonizada por el simpático Ganjiro Nakamura (que ya había destacado con su viejo amigo Naruse y que podría aventurarse hubiese sido aún más importante en su cine y una alternativa a los personajes que había encarnado su eterno Chishu Ryu), cuenta una historia no demasiado diferente de las narradas en las muy próximas en el tiempo "Bakushu" o "Tôkyô boshoku" o una de sus primeras obras maestras, la lejana "Haha o kowazu ya".Los matices llegan en su tono. No sé si por estar situada entre dos films tan serios y amargos, empapados en sake, como "Akibiyori" y el postrero "Samma no aji", quizá los dos donde más claramente se percibía el desencanto de su autor con la vida y las relaciones personales - quizá no tanto con el cine, que tanto le había dado, ni achacable a la vejez, que no conoció pero entendió como pocos -, "Kohayagawa-ke no aki" resulta súbitamente luminosa y plácida, divertida incluso, consecuencia más de la acción y la pasión por disfrutar lo que a cada cual le quede de vida que contrarresta los malos momentos que por la aceptación budista del paso del tiempo, esa que presidirá su tumba (un sólo carácter, む, que significa que la nada es todo).Tan serena y profunda como las más reposadas y sabias, el film tiene ese valor añadido de ser más dinámica y colorista que sus compañeras de viaje, siendo un ejemplo de tolerancia.
Ni condena las travesuras del viejo Kohayagawa, delicado de salud, con su amante, que le conducirán a la muerte, ni comenta (menos aún justifica erigiéndose en paladín de la integración o el perdón) la presencia de un par de novios americanos de la frívola ahijada de él, ni presenta como fríos y calculados los arreglos matrimoniales en torno a Akiko (Setsuko Hara, la fidelidad hecha actrriz), todo ello sin llegar a la ligereza de "Ohayo" - que tal vez anunciaba algo de su cine futuro -, y no estando muy lejana ni estilística ni vitalmente de otros grandes melodramas - con mayor o menor porcentaje de comedia - de Minnelli o Delmer Daves que aún hablaban de la resistencia, la libertad de querer o encaraban el futuro con la mejor cara, que no se resignaban.
Eso sí, antes de cerrar desasosegantemente su obra con "Samma no aji", queda el final más ambiguo de su carrera, armado sobre un atípico encuadre, que dura justo ese par de segundos de más que atraviesan la frontera entre la conclusión jocosa y el más desconcertante de los augurios.