Intermedio II. La ascensión de la sombra
Y allí estaba la aguja de los omeyas. Oxidada, torcida, vieja, encarcelada. A pesar de mis esfuerzos, o gracias a ellos, presentía que me quedaba vida aún para ver el legado de mi padre y mi abuelo hechos añicos.
Mis carceleros, cada vez más nerviosos, me pasaban noticias primero de la caída de Damasco a manos de los rebeldes. Luego, de que toda mi familia había sido pasada a cuchillo por las fuerzas abasíes, que no olvidaban cómo años atrás yo les había dispensado el mismo tratamiento. Al final, aterrados, dejaron abierta mi reja y una cimitarra –tan antigua y oxidada cómo yo mismo– a mis pies, tartamudeando que me salvase, porque ellos iban a huir.
Yo no. Alá el Justo me había castigado con una vida larga para que cargara con mis penas, pero Al-Abbás ibn al-Walid, hijo del califa Al-Walid ibn Abd al-Malik, no había huido nunca. Y no iba a empezar a hacerlo ahora, a las puertas de mi muerte.
Con las manos sarmentosas por la edad y los meses de cautiverio, tomé el arma y me dispuse a esperar a mis asesinos, mientras el sol se escondía por última vez en el horizonte para mis cansados ojos.
Fue entonces que morí por primera vez. Fue entonces cuando conocía a Shaitan. Fue entonces cuando Vrykolak Iblis se manifestó ante mí.
Como aprendí luego, al ser un hombre que velaba sobre mis armas, no caí rendido a su influjo. O tal vez fue que Él no lo quiso. Pero sí que tirité cómo una hoja cuando le vi. Y no de frío, aunque la temperatura de la habitación descendió de golpe hasta helar el aliento.
Eres viejo, aguja de los omeya, gran general… Pero eres útil. –dijo el demonio directo en mi mente, mientras su negra aura cómo alas llenaba todo el recinto.
Ya mi cabeza estaba cansada y mi alma desesperada. Pero mi valor había sido probado en mil guerras, así que repuse con toda tranquilidad.
– Es la voluntad de Alá el Altísmo que muera esta noche, pero al menos concédele a este viejo guerrero, Shaitan, que por esa puerta entren quienes asesinaron a mis hijos y a mis nietos.
Mucho te he observado, gran general. Yo también busco quien vele por mi reino. Tal vez no puedo concederte lo que me pides ahora, pero puedo darte el poder de irlos a buscar.
– No me hago ilusiones, demonio. Esta noche me reuniré en el yanna con mi padre, y con lágrimas tendré que contarle sobre la destrucción de los omeya. Pero con gusto iré teñido de sangre abasí a darle tan triste noticia.
El Vrykolak se alzó en sus tres metros de altura, y su cuerpo empezó a despedir sombras más oscuras aún.
Te traigo buenas nuevas, Al-Abbás ibn al-Walid. Los omeyas aún no están perdidos. El príncipe Abd Ar-Rahman, biznieto de tu padre, se prepara para huir al al-Ándalus. Necesitará de tu sabiduría y tu fuerza, pero tiene una posibilidad real de perpetuar el legado de tu bisabuelo entre los íberos.
– Algo de consuelo viene en tus palabras, demonio. Aun puedo darle alguna buena noticia a mi padre.
¿Crees acaso que Abd ar-Rahman podrá derrotar al emir él solo , más aún cuando los abasíes que tanto odias son mayoría en Iberia? –y dentro de sus cuatro ojos verdes pareció chisporrotear una llama– Elige: muere aquí y mata a los omeyas. O vive para servirme. Piérdete tú, pero salva a tu linaje. La decisión es simple, pues ahora sólo eres una vieja cimitarra. Yo puedo convertirte por siempre en la aguja de los omeyas, la que más temerán tus enemigos.
Su mente inundó la mía, mostrándome un conocimiento que trascendía las épocas. Vi en un segundo toda la historia de mi linaje, desde aquel pastor sentado a los pies de Mahoma recibiendo por primera vez sus enseñanzas. Reflexioné. Temblé. Lloré por los omeyas. Lloré por mí.
– ¿Y yo?
¿Qué eres tú? –dijo Iblis, pues ese era su nombre– ¿No son los muslims “los que se someten”? ¿No entregarías tu mortalidad para someterte a una vida de servicio? Que me sirvas a mí no significa que no defiendas tu linaje, porque eso es lo que te ordeno por ahora.
– Al-waswās. El murmurador, el que corrompe los corazones. Me colocas en una situación imposible. Me pides que traicione a Alá, para salvar a los verdaderos seguidores de Mahoma. –y las lágrimas seguían rodando por mi corazón, porque mis ojos ya estaban secos de agua y llenos de odio.
Continué, mientras resonaban ya en los pasillos las voces de los abasíes que venían a asesinarme.
–Quiero que sepas que te odiaré por siempre. Cuando encuentre la menor posibilidad, te destruiré por lo que me estás obligando a hacer. Quiero que sepas que no importa en lo que me transforme, nunca corromperé un alma cómo me estás corrompiendo tú a mí, aunque tenga que matar en tu nombre.
Como aprendí después, los Vrykolaks no entienden el concepto de la risa. Aunque Iblis es quién más logra acercarse a la ironía.
No esperaba menos de la aguja de los omeyas.
Se movió cómo una centella hasta ganar mis espaldas. Sentí sus fauces redondas cerrarse alrededor de mis sienes, mi frente y la parte de atrás de la cabeza con mil espinas, pero fue solamente un instante de dolor. Luego, su saliva espesa fue entrando en todo mi torrente sanguíneo cómo un suave bálsamo. En dos minutos troqué mi senectud y mi mortalidad por un vigor que jamás había sentido en todos mis años. Sin ningún sufrimiento, supe que me estaba muriendo cómo hombre, mientras las partes de mi cuerpo se reacomodaban.
A partir de ahora, la aguja de Iblis.
Tal como le juré, nunca he usado mis garras o mis colmillos en una batalla. No aquella noche, en que un solo hombre viejo con una cimitarra antigua detuvo la conquista de la fortaleza de Harram.
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