Revista Cultura y Ocio
Acabo de salir del trabajo. He venido a casa caminando y es costumbre de mi mente vagar por entre las galerías de la memoria sin dirección ni propósito. Hoy me ha dado por recordar a Agustín de Foxá. Otras veces la caminata tiene peores sarcasmos y me he llegado a sorprender pensando muy severamente sobre Marifé de Triana. No crean que es plato de gusto tanta extravagancia. Un día, cuando me percaté de que tarareaba a José Luís Perales, tuve que coger un taxi para poner fin a tanta crueldad. A lo que iba; Agustín de Foxá fue un escritor del franquismo, novelista, poeta, periodista, diplomático y con algún título nobiliario. Fue un franquista sobrevenido, aunque un tanto díscolo. Su fama de “vividor” fue suficientemente fundada y, curiosamente, tolerada. Sencillamente hacía gracia. Fueron muchas sus veleidades y muchos los perdones que tuvo que pedir, pero era un hombre mimado gracias a su poca vergüenza. Siempre me ha llamado la atención esa gente que tiene un don especial para hacer o decir lo que le venga en gana y caer maravillosamente a todo el mundo. Este era Agustín de Foxá. El anecdotario franquista es riquísimo. El hecho de la existencia de censura, de penuria económica y de un dictador que concentraba todos los poderes y nadie podía hacerle sombra, es una circunstancia abonada para las anécdotas de toda clase. Si además, en ese ambiente, colocas a una persona como Foxá, la casuística se dispara. Voy a contar una de tan eminente escritor que no, por trasnochada, carece de vigencia en el sentido más sociopolítico de la actualidad. Cuentan que Franco dio una recepción en el Palacio del Pardo. Agustín fue invitado. Las copas deambularían como es costumbre en saraos y cócteles. Agustín se puso “ídem”. Se hicieron corros de próceres de la curia política que, al hilo de la relajación etílica y vanidosa, servirían a la conspiración y a la intriga como en cualquier Palacio. Foxá ya era un renglón suelto cuando le dio por acercarse a uno de esos corros en los que se encontraba el mismísimo Franco. Con voz de beodo y sin venir a cuento soltó: ¡“Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Seguidamente y sin recibir atención alguna, continuó en sus tumbos alrededor del salón hasta que, de nuevo, se acercó otra vez al mismo corro: “¡Su Excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Se dio media vuelta y siguió rondando entre espejos y tapices hasta que, una vez más, se acercó al corro y gritó. “¡Su excelencia, que sepa que yo odio a los comunistas!”. Entonces, cansado ya de lo mismo, Franco se volvió y le dijo: “Vamos a ver, Agustín, aquí todos odiamos a los comunistas”. Y Foxá, le miró fijamente y le espetó: “¡Pero yo más, Excelencia!”. “A ver, Agustín, por qué tú más”, preguntó Franco. “¡Pues porque me obligaron a hacerme falangista, Excelencia!”, y se dio media vuelta torera dejando tal lance allí en medio. Las cosas han cambiado y por mor de las circunstancias democráticas, tal vez, estas anécdotas no se pueden repetir con la misma sabrosura. Sin embargo, en el fondo –miremos siempre en el fondo de las cosas- hay algo en esta anécdota que no es folklore y que representa perfectamente la responsabilidad que cada cual tiene para no provocar desengaños ni frustraciones que acaben engrosando, sabe Dios qué filas, sabe Dios qué bandos.