Revista Cultura y Ocio
Leí Poeta en Nueva York cuando leer Poeta en Nueva York es más un deslumbramiento que la lectura de un libro de poemas. Lorca sueña un toro de agujeros y de agua y el lector, embelesado por las palabras, hechizado por las palabras, se deja conducir hacia donde las voces reclaman su siete y estrechan el cerco a los pastores que rugen. A veces escribir sin que tenga sentido lo que se escribe es la mejor forma de que escribir tenga algún sentido. Sacerdotes idiotas, venid a mi templo de la tenacidad, dijo el hombre que andaba hacia atrás, el enano de David Lynch entre cortinas rojas de puticlú. La poesía entra para siempre o se escapa para siempre. Lorca, buscando mozos en los puentes del Hudson, escribió un reclamo eterno, un poemario a salvo de todas las incertidumbres. O entra uno en lo que se va diciendo, en el texto roto de adentro, o se queda permanentemente fuera, mirando a quienes entran, preguntándose qué pueden encontrar en la enfermedad de las palabras, en el vals de los dedos. Voy por mi propia sangre hacia la tuya, vas desde la sombra hacia el agujero por donde se arrojan los enamorados. A un amigo, antaño, cuando los libros eran puertas, le di Poeta en Nueva York con la idea de que no iba a devolvérmelo. Sería un regalo, una forma definitiva de estar cuando no pudiéramos vernos. No sé en qué lugar andará el libro, si estará al servicio de los eventuales, si él volverá de cuando a cuando a revisar versos sueltos o si no ha vuelto a abrirse. Los libros cerrados informan sobre la vida de quienes no los abren. Los besos que no se dan no sabemos dónde van. Estarán en algún lugar, como cantaba el cantautor. Y ahí está el rey de Harlem con sus cocodrilos sin ojos. Ahí el hijo Juan perdido por los arcos del viernes de todos los muertos. Ahí los caballos con su luna detenida en la crin. Ahí el vals con la boca cerrada, el te quiero con una costra de cardo seco. Ahí los judíos por el East River vendiendo fauna, comprando caricias, suspirando el foxtrot de las primeras novias. Ahí el agua ya paloma. El agua ya paloma. Al cristito de barro no le han terminado de cortar todavía todos los dedos. La luna con sus abanicos. Los maricones con sus libros de Kant. Las resonancias de carne de molusco. Los pergaminos de los tambores. De regreso al mundo compartimentado, al regulado, al que tiene hojas con datos, al que se le puede diagnosticar un cáncer, uno echa en falta al pastor por los riscos del verbo, al rey de Harlem por la punta de un temblor con swing.