Meses antes de ver como la prensa blanca iniciaba su particular búsqueda del 'Sextete', antes de presenciar la cuarta estrella de Alemania, el desastre de España en Brasil, la Liga del Cholo y el tiempo de descuento en Lisboa, un de 8 de marzo y a orillas del Pisuerga, la afición culé despedía a un ciclo que durante años le hizo soñar, soñar despierto y tocar el cielo. Aquella tarde de sábado en Pucela, el Tata Martino dijo adiós a su etapa como técnico azulgrana, jugadores como Cesc, Alexis, Dani Alves o Xavi y Piqué se prestaban a rumores para jugar lejos del Camp Nou, Messi seguía con su particular resaca, Pedro corría sin rumbo, Neymar no acababa de centrarse en lo deportivo y otros como Jordi Alba, Busquets, Mascherano o Iniesta doblaban la rodilla ante una situación complicada, dentro y fuera de los campos.
Aquel gol de Fausto Rossi dejaba claro que el club de la Ciudad Condal necesitaba un cambio de rumbo, un movimiento de cromos desde el palco al último capitán de la plantilla. Quedaban meses para terminar la temporada y todavía eran accesibles los tres títulos del curso. Nada más lejos de la realidad. La parroquia culé sabía que era engordar para morir, querer pero no creer, soñarlo que no tocarlo. Una carrera de Bale alejó la Copa y la superioridad de los del Calderón, dejaron sin premios ligueros y en Champions a un equipo apático, abatido, sin ganas, ni hambre.
El Mundial no ayudaba y los internacionales españoles abandonaban Brasil por la puerta de atrás, un Messi intermitente cedía ante Alemania y era señalado porque alguien pensó en él como mejor jugador del torneo, como si el argentino tuviese culpa alguna de los gustos de otros. Neymar caía para varios meses y el mejor azulgrana, Alexis, era vendido a Wenger en busca de su enésimo proyecto en Londres. Al chileno se le unía Cesc, ya nadie confiaba en Fábregas y Mourinho sonreía. Víctor Valdés, Puyol, Song, Dani Alves, Pedro... un futuro desconcertante y una luz al final del túnel, allí se agarraban los catalanes. Luis Enrique.
Lejos de las numerosas llegadas y las más que notables salidas, de la continuidad de una Junta en la que nadie creía, de un Director Deportivo dubitativo y la incógnita de un viaje en el que nadie conoce destino, Luis Enrique aterrizaba como la piedra angular del proyecto deportivo, e interesante, de un F.C. Barcelona que necesitaba volver a creer, engancharse a alguien en quien depositar toda la confianza necesaria para resurgir, para recuperar el ansia de ganar, el hambre de títulos y sobre todo, la alegría de unos jugadores que no creían ni en lo de dentro ni en lo de fuera.
Tras la dramática salida de Guardiola, el Camp Nou se despedía de la mejor etapa desde Johan, a nivel de fútbol y sobre todo de trofeos. Llegó Tito, que en Paz descanse, un parche 'Guardiolista' pero sin Guardiola. Y luego apareció el Tata, un Martino en el que pocos confiaban y al que nunca dejaron trabajar, una incógnita saber lo que buscaba y con quién lo buscaba, ni le dieron ni le obedecieron, y encima le señalaron. El entorno y las circunstancias atraparon a un club al que todos querían ver, al que todos querían imitar, al menos en resultados, el rival a batir que decidió ceder terreno. El Rey abdicaba.
Nada podemos hacer con Sandro Rosell, ahora de vacaciones para hacer frente a 'juicios' más importantes, o con las cantidades del fichaje de Neymar, de los dos, de Neymar Jr y de Neymar padre. El objetivo era renovar la casa, el plantel que perdió el rumbo deportivo, optando por caminos que poco o nada se parecen a la pelota. Y ahí llegó Luis Enrique.
Pep se fue. Y otros se quedaron. Saltó cuando vio que el timón se le escapaba, intentó evitar un naufragio anunciado, pero desde arriba se prefirió, obviando las necesidades del club, la marcha del técnico de Santpedor. Pedía decisiones necesarias en el momento necesario. Pero el pensamiento de los de que dirigen la nave no era puramente deportivo. Se erró en la cuenta y arrastraron decimales, en Valladolid empezó a clarear lo que se vislumbraba en la distancia. Una Liga con Vilanova en el banco camufló un desastre que un año después ya era irremediable. Y nadie lo cambió. Nadie lo quiso ver.
Así se iniciaba la etapa de Luis Enrique al frente del club que le hizo grande como jugador, una afición que confía -ahora- en su hacer, en su forma de ver el juego, de ejecutarlo y de liderar a un grupo que perdió las ganas, que ganó todo y bajó los brazos. Quizás normal, quizás un cúmulo de circunstancias que nunca debieron ocurrir, pero sin ellas no estaría Luis Enrique. Y ahí se agarran en Can Barça.