Revista Cultura y Ocio

Ahora me rindo y eso es todo - Álvaro Enrigue

Publicado el 11 octubre 2022 por Elpajaroverde

"La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón. Donde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente adónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados.

La Apachería era un país con una economía, con una idea de Estado y un sistema de toma de decisiones para el beneficio común. Un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad.

Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno, y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que solo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan -se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros-, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos solo porque en el mero fondo es lo único que hay.

Cuando los chiricahuas -la más feroz de las naciones de los apaches- no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos veintisiete fuera de Arizona.

No sé si haya algo que aprender de una decisión como esa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro".

Ahora me rindo y eso es todo - Álvaro Enrigue

Ahora me rindo y eso es todo es el libro que levanta Álvaro Enrigue a esa extinción escogida que tanto le desconcierta. Ahora me rindo y eso es todo es la segunda parte de la frase que el chamán de guerra chiricahua Gerónimo pronuncia cuando se rinde en 1886 en el Cañón de los Embudos. La frase dice así: "Antes me movía como el viento, ahora me rindo y eso es todo". "Es curioso [...] que sea siempre la primera parte de la frase de la rendición la que se cita: "Antes me movía como el viento", cuando lo que importa es la segunda, el momento en que la sentencia se desmorona, representando el final abrupto de una forma de vida. "Ahora me rindo y eso es todo". Y es que "la lengua de un hombre como Gerónimo no servía para describir la realidad, sino para transformarla. Decir: "Ahora me rindo y eso es todo" es reconocer que lo que sigue es una pared que ya no se puede saltar, que se acabaron las variaciones porque ya llegamos al carajo. "Nuestra herencia", dijo un cronista anónimo tras la caída de Tenochtitlán en 1521, "es una red de agujeros." Hay una curva de trescientos cincuenta años entre ambas frases. A Gerónimo le tocó reconocer que la red de agujeros ya se había terminado también, que su gente estaba prendida por los puños de sus últimos hilos: pertenecía a un anacronismo, una nación que se descubre del lado equivocado de la red, una nación pendiente, colgada apenas del mundo. Abrió los dedos porque no podía hacer nada más, pero no se rindió de verdad. No era cierto que se estuviera rindiendo, estaba haciendo algo más grave y hermoso. Declarando el fin de algo gigantesco que había empezado cuando el primer asiático vio América del Norte y le pareció que estaba bien: América no tiene ni siquiera su propio nombre. Su cortedad es un gesto de resistencia cuando ya no queda nada, cuando la tierra que uno pisa ya se llama de otro modo. Decir que "eso es todo" es decir: Mi silencio es tu maldición".

Y sí, tal vez ese silencio que quedó tras la definitiva rendición de Gerónimo -que no fue la del Cañón de los Embudos- fuera nuestra maldición. La última frase de esta novela dice así: "O le dijo que su vida empezaba justo cuando se iban los chiricahuas, que era una pena, que había nacido tarde, que seguiría la tierra, pero se había terminado el mundo".

Se terminó el mundo con esos últimos veintisiete apaches que se llevó un vagón de tren. Lo mandamos al carajo. Ya no queda nadie que, por un motivo u otro (tal vez en última instancia el motivo sea siempre el mismo), no termine comiéndose con patatas esa dignidad con la que nos gusta tanto llenarnos la boca. Hemos nacido tarde, sí. La tierra sigue. América sigue ahí, aunque sus actuales inquilinos no son "sus hijos, somos una fuerza de ocupación. Tendríamos que vivir de rodillas. Tendríamos que devolverla". ¿A quién?, me pregunto. Algo hemos perdido con la extinción de los legítimos hijos. Nos queda, en cambio, una especie de admiración hacia ellos, tal vez de envidia. Nos queda una especie de nostalgia por lo que no somos, como un deseo primitivo por lo que, quizás, un día fuimos. Y es que "tal vez todos fuimos así alguna vez, nómadas y felices. Íbamos pasando y alguien nos encadenó a la historia, nos puso nombre, nos obligó a pagar renta y nos prohibió fumar adentro. Éramos solo la gente y un día otro nos convirtió en algo: un mexicano, un coreano, un zulú. Alguien a quien hay que categorizar rapidito para, de preferencia, exterminarlo, y si no se puede, imponerle una lengua, enseñarle gramática y ponerle zapatos para luego vendérselos cuando se acostumbre a no andar descalzo". Algo se nos ha muerto con el fin de ese mundo. Tal vez por ello termino leyendo este libro como si fuese un cortejo fúnebre, como la crónica de una muerte anunciada que nadie en realidad quiere pero en la que todos participan. Se nos ha muerto la dignidad: llorémosla. La hemos matado: vivamos con ello.

Lo que el mexicano Álvaro Enrigue nos narra en Ahora me rindo y eso es todo es el fin de ese mundo a través de la rendición de Gerónimo, pero no esa rendición en la que el chamán de guerra pronuncia la frase de la que toma el título esta novela, la cual tuvo algo de estratégica por su parte, sino la posterior, meses después, que marcó el final del mundo apache. Cercados y agotados, aunque imposibles de capturar y tras mantener durante meses en jaque tanto al ejército estadounidense como al mexicano, los chiricahuas decidieron claudicar ante el primero. Eligieron a los estadounidenses porque para los mexicanos "siempre fueron nomás unos bandidos a los que había que suprimir porque les habíamos dado una religión, una tierra y una patria y la habían rechazado. Nunca quisimos entender que tienen su propio lugar en la historia y que su historia también es la nuestra. Para los gringos", en cambio, "los veintisiete chiricahuas eran un ejército enemigo". La oferta de los mexicanos "era una muerte digna para los guerreros y la asimilación de los niños a ese entramado de dolores y dulzuras que es México, la de" los estadounidenses "una vida de humillación, pero en la que los iban a reconocer como algo distinto". Qué extraño pagar la dignidad del reconocimiento con humillación, pero ese fue el intercambio. Sucedió en el Paso de Guadalupe, que más tarde cambiaría de nombre. Lo menciono porque los nombres cuentan (tómese el verbo contar en varias de sus múltiples acepciones). "Nombrar es tener, integrar, comerse lo nombrado".

"El cambio de Paso de Guadalupe a Skeleton Canyon borra el pasado árabe del nombre del lugar: es un retorno a la dureza pura del latín, una lengua militar, jurídica, la red de un imperio. Esto por no detenerse en lo obvio. Guadalupe era en la España mozárabe la Virgen que se apareció en un río con fondo de piedras y en México fue el nombre hispano con que se bautizó a Tonantzin: nuestra madre, el vientre que nos nutre y nos devora. El esqueleto es lo que queda cuando la vida terminó de molernos, lo que queda cuando Ysun ya no nos puede escuchar. Y luego el paso y el cañón, pero no hay ni que abundar en eso, o no mucho. Primero los europeos jodiendo a los indios, luego los europeos jodiéndose entre ellos para ponerles nombre a las cosas de un continente con una palabra prestada".

Esta novela no comienza, sin embargo, hablándonos de Gerónimo. La novela comienza en Janos, Chihuahua, en 1836. Allí conocemos a Camila, una mexicana que es raptada por un grupo de chiricahuas. A Janos llegará también el teniente coronel José María Zuloaga. Allí sabrá de la desaparición de Camila y junto a una partida un tanto atípica y por momentos cómica que recluta saldrá en busca de la mujer raptada. Enrigue simultanea los periplos de Camila y Zuloaga a la vez que él mismo incurre en la narración con aportes sobre la historia de los apaches, anécdotas y reflexiones personales que le salen al paso, así como el esbozo de un viaje que emprende con su familia.

Enrigue vive en Nueva York junto a su esposa y sus dos hijos pequeños. El verano del año en que se encuentra recopilando información para escribir este libro tienen previsto viajar a México. Pero, he ahí que como tiene solicitada la residencia en los Estados Unidos, no puede salir del país hasta que no se resuelva su petición. El problema es que ya tenían acordado un intercambio de apartamentos para esas semanas. Es entonces cuando a su esposa se le ocurre la idea de alquilar una camioneta y cambiar el destino de las vacaciones a la vez de brindar la oportunidad a Álvaro Enrigue de documentarse in situ para su novela. Es así como surge la idea de viajar a la Apachería.

La mujer de Álvaro Enrigue comparte con él nacionalidad y profesión. Se llama Valeria Luiselli. En 2020 leí una novela escrita por ella. Se titula Desierto sonoro. En dicha novela un matrimonio y sus dos hijos cruzan Estados Unidos de noreste a suroeste. Viajan, por tanto, al igual que hacen ese verano Valeria Luiselli, Álvaro Enrigue y sus dos hijos, desde Nueva York hasta la Apachería.

La familia que nos presenta Luiselli en Desierto sonoro no es la propia, por más que se pueda pensar. Su novela es ficción. Hay cabida en ella para los apaches que tanto fascinan a su esposo, pero trata, fundamentalmente, de los niños que migran a los Estados Unidos y de aquellos otros que se quedan por el camino no consiguiendo, por tanto, cruzar la frontera. "Le pudo haber dicho que los ojos blancos metían niños a la cárcel -lo siguen haciendo y no les da vergüenza-", reza la novela de Álvaro Enrigue poco antes de esa otra frase final que he citado más arriba, un guiño, supongo, a los niños de Valeria Luiselli, aunque un guiño único, pues él se circunscribe más que ella al tema que le apasiona.

El libro que nos ocupa, en cambio, no es ficción pura. Es historia novelada salpicada de algo que no sé si calificar de autoficción o más bien literatura del yo, género literario, este, que acostumbra a gustarme y bastante, pero que, en este caso, no es que me haya disgustado en sí sino que quizás no aporte demasiado al conjunto de la novela. También he de decir que en algunas partes la condición de mexicano del autor queda demasiado expuesta, y no necesariamente por su boca sino también por boca de alguno de sus personajes. Hay libros a los que les viene mucho mejor que su autor se quede en la retaguardia, como un títere invisible y silencioso mucho más omnipotente que omnipresente, y creo que este es uno de ellos.

De Álvaro Enrigue y de esta novela nada sabía hasta hará aproximadamente un año. Los descubrí a través de Esther y su blog Con vistas al horizonte. El tema y la relación con esa otra novela de Valeria Luiselli que tanto me había gustado hicieron que me llamara muchísimo la atención. Las del matrimonio son dos lecturas en cierto modo complementarias, y es solo por ello que las estoy relacionando. Ambos (tanto escritores como libros) son muy diferentes y ambos me han gustado mucho. No hay ningún ánimo comparativo en mis palabras, de hecho, si tuviera que elegir uno de los dos (tanto libro como autor), no sabría por cuál decantarme. Y ni que decir tiene que ambas son lecturas completamente independientes.

Ahora me rindo y eso es todo está dividida en tres partes que van de mayor a menor extensión. En la primera sabemos de Camila y Zuloaga, como ya os he comentado. En la segunda nos metemos de lleno en la cuenta atrás hacia la extinción del mundo apache. Y en la tercera nos reencontramos con Camila y Zuloaga y asistimos a la conclusión del fin de los apaches.

Entre la primera y la segunda parte sufro el desarraigo de verme despojada de las historias (o historia, más bien) en las que estaba inmersa, así como el período de adaptación a los nuevos personajes que se me van presentando y al nuevo hilo argumental. Sin embargo, una vez que me reubico, vuelvo a apasionarme (y cada vez más, además) con la historia que me está siendo contada. "El abogado no era lector, no había regresado a un libro desde que se graduó de la universidad y apenas revisaba el periódico. No podía entender que no era la sustancia corporal de Gerónimo, sino la caricia de la gloria, lo que había transformado a Ellie en una pura palpitación. Nada calienta como el dueño de un nombre que permanece, pero para saberlo hay que ser devoto de la letra negra", leo en esta novela. Yo, que soy devota de la letra negra, entiendo perfectamente esa palpitación.

A la rendición de Gerónimo sigue la humillación de los últimos componentes del pueblo apache, una humillación en la que, paradójicamente, ninguno de los artífices directos quería ser partícipe. Supongo que todos sentían que estaban perdiendo algo. Supongo que todos sabían que tendrían que vivir con esa responsabilidad. Esas víctimas culpables o culpables inocentes estaban llamadas, sin embargo, a ejercer otro tipo de responsabilidad, ese deber que lleva a veces a hacer equilibrios sobre la propia dignidad para no tener que tragársela en nombre de a saber qué, en nombre, en realidad, de un país o de un pueblo que no necesariamente es mejor que otro pero que resulta que es el de uno. Y resulta, además, que Estados Unidos "es un país muy grande, [...] demasiado grande; y los que están de aquel lado simplemente no tienen ni la más remota idea de lo que hay de este". Si la tuviesen, tal vez podría entenderse "por qué estamos en este peladero, matándonos con otra gente que, como nosotros, preferiría solo estar tranquila". "Derrotados los chiricahuas y cerrado el país en su propia unidad continental, la única opción que le quedaba al ejército más grande, más rico y mejor entrenado del mundo era convertirse en una maquinaria de ocupación de tierras extranjeras", en "un imperio disfrazado de república", en un "país en el que ya nadie más tendría que rendirse nunca porque ahora ya todo era como el batidillo que estaba dejando atrás, una sola nación bajo la mirada de un Dios único, todo apretado por la mano blanca de hierro". "Todo se iba a ir a la mierda [...]. ¿En nombre de qué? Un país idéntico a sí mismo en todas sus regiones; una nación en la que nada cambiara, el molino de lo que solo puede aspirar a ser bueno si no diverge. El puto infierno [...]: lo que no cambia". Como infierno es el desierto de Sonora -cuyo sonoridad me hizo escuchar Valeria Luiselli- para aquellos que intentan llegar a ese país y colorear ese batidillo que lo homogeniza. Pero esa es otra historia (o tal vez todas las historias sean la misma).

"Sale Yusn y entra el Gran Padre de Washington, la historia se anilla en el último rompimiento del orden americano, la humillación de los que no la merecen para que, como decía Homero, alguien pueda escribirla más tarde. La historia como es: triste. Eso es todo, América".

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