La nostalgia es una sensación agridulce… y equívoca. Nos transmite sutilmente la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor (Jorge Manrique). Consigue que olvidemos los malos momentos de antaño para envolver el ayer en una neblina suave de felicidad perdida.
Por otro lado nos aferramos a la esperanza, confiados en que el futuro nos deparará instantes de mayor felicidad que la actual. Muy frecuentemente hilvanamos, tejemos y llenamos el futuro de proyectos que en su mayoría no verán la luz. Creemos que si conseguímos ésto o aquello seremos más felices y ahogaremos la insatisfacción presente.
Tanto nostalgia como esperanza (en el sentido antes mencionado) son falacias. Y nos distraen. El ayer ya pasó, y lo mejor que podemos extraer de él es la experiencia de los errores cometidos (aunque probablemente volveremos a cometerlos). El futuro no nos pertenece. Ni siquiera sabemos si mañana nos contaremos aun entre los vivos.
Por tanto, lo inteligente es disfrutar el presente, el instante. Saborear lo que tengo, lo que soy, lo que hago. Inspirar y percibir que vivo y que éste es un momento único que no se repetirá.
Esto también lo han de experimentar los pacientes. En ocasiones, en la vorágine de pruebas, tratamientos y diagnósticos variados, viven más en el futuro que en el presente. En un futuro incierto en ocasiones. Dicha incertidumbre es origen de temores y angustia. Y se pierde de vista lo precioso, lo valioso del instante presente.
Es mi misión como persona, y también como médico, transmitir ésto a mis pacientes: la belleza del presente, aunque no siempre sea un presente agradable. Pero es lo que tengo.
Ni pasado ni futuro nos pertenecen.
Sólo somos dueños del escurridizo presente.