Cristina Aguas Marco
En la población de Calanda, al noreste de la comarca española del Bajo Aragón, se cultivan unos afamados melocotones de maduración tardía, hay en sus inmediaciones una laguna salada de rico valor ecológico y conmemoran la Pasión de Cristo tocando durante varios días tambores y bombos por las calles, pero lo que definitivamente me llevó a considerarla como localización de exteriores fue que allí había nacido el director Luis Buñuel, y algo tendría el lugar, pensé. Lo encontré por intercesión de Santo Google y la conjunción del azar con una asociación de ideas un poco surrealista. Me propuse investigar sobre el terreno apostando por esa intuición mía que en otras ocasiones me había dado buenos resultados. La nueva película de Guillermo Samuel Romero requería un marco atemporal, inespecífico y maleable a voluntad. También existía una buena razón, cosas del cine: a veces es más barato rodar a miles de kilómetros y el ahorro considerable para la compañía se puede derivar a preproducción o a imprevistos. Debía viajar para ojear dónde, cómo, cuánto y si ok.
Dediqué un mes del pasado año a entrevistarme con diversas autoridades del país y en ningún despacho me recomendaron el sitio de mi elección. Cuando lo proponía, notaba incredulidad porque no entendían el interés que la industria americana podía tener en ese pequeño pueblo y sus alrededores; sin embargo, el dinero que ofrecí asegurando pronto pago y el que imaginaron ingresar en sus arcas a medio plazo por la promoción turística posterior los animó… y a mí. Había posibilidades. Pero el trato no estaba cerrado. Comprobaría sobre el terreno por qué el recelo inicial se había convertido a los pocos minutos en una insistencia casi sospechosa sobre la idoneidad de ese plató natural. Quizá, quise creer, una vez se les abrieron los ojos pasaron a interpretar el papel de ofendidos, menospreciando otras opciones mencionadas de soslayo, mis ases en la manga, por presionar mientras negociábamos, aunque secundarios. Llegando a este momento, yo estaba decidido a continuar y totalmente convencido.
La furgoneta con conductor puesta a mi disposición rodó desde la capital por una autovía con tráfico fluido. En el último tramo del camino mal asfaltado ya no se cruzó con otro vehículo. Un vecino de Calanda, Juan el Pico, esperaba en la puerta de un bar. Sería mi guía.
-Cuando yo era un niño, vi llover ranas en esta misma plaza -dijo tras saludarnos, desvelando lo más insólito que le vino a la cabeza, por lo visto-. Un grupo de científicos explicó que subirían a las nubes desde la Salada.
-¿La Salada es el lago de este mapa? -pregunté señalando la pantalla.
-Sí. ¿Quiere ir?
-Se lo agradecería.
-Antes le voy a llevar al monte Tolocha. Desde allí se ve el embalse y todo el valle. Le dará una idea general. Es mejor ver esas cosas de día.
Era un hombre de agradable conversación y muy atento. Disfruté con ese trabajo. Durante las excursiones, me desveló anécdotas de incalculable valor y algunas advertencias, a las que tal vez no presté la atención adecuada, a pesar de recalcar al despedirnos una en especial.
-Algunos han visto luces y sonidos extraños en el pantano. Yo no sé nada, pero se lo cuento porque usted no es de aquí y si me tiene por loco, pues no me importa. Cuidado.
Hice infinidad de tomas, anoté mucho, transmití a la productora el material lo antes posible y dejé Calanda, sus melocotones, la luz milagrosa capaz de devolverle a uno la energía perdida en los miembros inferiores y las cenizas de Buñuel que, al alba, parecían impregnar todavía la bruma del valle, mientras una mariposa calavera entraba por la ventanilla.
La película comenzó a rodarse en primavera. Con la llegada de las grullas, vinieron también los peliculeros, como decían los del pueblo. Fue una pequeña revolución, para bien, por las repercusiones que supuso en el desarrollo económico del comercio y la hostelería locales. También contrataron a figurantes entre los vecinos de la zona, tanto es así que hasta los más ancianos del lugar participaron en la película y no pocos fingieron estar enfermos para ganarse unos euros por el simple esfuerzo de permitir que los caracterizasen al más puro estilo retrofuturista. En el colegio declararon cierre obligado por las circunstancias excepcionales. Fue el centro de todo, la novedad, lo fascinante, un tapiz de ilusiones en un municipio que, irónicamente, no tenía sala de proyección. Se trataba de un largometraje de fantasía oscura y tintes melodramáticos de sofisticada poesía visual, con un exterminador bello como un ángel y repulsivo como un demonio, según le daba al guionista. No ganó ningún premio, aunque tuvo un aceptable éxito de taquilla a nivel mundial… y puso al Bajo Aragón en el firmamento de celuloide. Poco tiempo después, las visitas de curiosos eran constantes. Había que ofrecerles algo más que identificar los decorados reales en lo que se basaba el trucaje de la gran pantalla o fotografiarse delante de los edificios restaurados gracias a los fondos providenciales. La corporación municipal nombró encargado de efectos especiales a Juan el Pico para que se moviese dando sustos a los frikis en los alrededores de la laguna, el pantano o en la cima del monte, pero no hizo falta.
El ente creado por infografía ha impregnado el lugar. O tal vez se haya aliado con alguna fuerza que ya pululaba latente entre los juncos y el esparto del páramo, los árboles de la plaza y del bosque o el croar de las ranas y los ruidos telúricos transmitidos por el vértice geodésico del cerro. Cada semana de luna llena reclama nuevamente ser el protagonista. Jugará haciéndote vagar por la montaña hasta que, aburriéndose de tu torpeza, te deje descender o chupará toda tu sangre, fresquita, nada de atrezo, como ahora le gusta, según le da. En el segundo caso, no podrás pronunciar como últimas palabras de despedida ni las del título.
Ahora sí que muero
FIN
Tomado de “Revista Penumbria”