El Gobierno acaba de prohibir la circulación en automóvil a más de 110 kilómetros por hora. Es una medida desesperada, coyuntural -como todo en la vida- y, fundamentalmente, hecha por buenos.
He leído estos días que Franco también implantó límites parecidos, adecuados a los utilitarios de la época, para combatir la crisis del petróleo del 73.
No pienso caer en ningún ejercicio comparativo entre ambos gobiernos, por respeto a los que vivieron aquella época, pero permítanme tan solo un chascarrillo que hace tiempo quería incluir en algún artículo y nunca me cuadraba.
Porque el Caudillo solía aconsejar a sus más allegados que hiciesen como él, y que no se metieran ‘en política’. No me dirán que la frase no es digna de la mejor astracanada de Muñoz Seca. Es lo que deberíamos pedir a este Gobierno-UVI que dirige nuestras vidas y venidas.
Y es que al conjugar el verbo prohibir nunca nos quedamos a gusto. Para seguir con el juego del teatro cómico, o nos pasamos por defecto o nos quedamos cortos por exceso.
Porque entre el mayo del 68 francés y su trasnochado 'prohibido prohibir', y el furor actual de arremeter contra todo y contra todos, supongo que ‘en algún lugar de la Mancha’ estará el término medio.
Que se lo pregunten a los aficionados a los toros, o a los dueños de locales privados abiertos al público, o a los padres de los adolescentes y sus chuches, o a los clavos de los crucifijos que presidían las aulas de los colegios. Nos acabarán quitando 'hasta lo balilao'.
Claro que, como en tantas otras ocasiones, ha vuelto a funcionar a las mil maravillas la ley del péndulo, la aversión a lo comedido y a lo sensato. Porque los principios que inspiran el movimiento del péndulo son contrarios a la regla de tres, porque huyen de lo proporcionado, y por eso tiene tal imán en las señas de identidad del comportamiento humano.
Pero es que el ejercicio olímpico de prohibir también debería tener límites; un especie de autocensura o maquillaje, porque prohibir determinadas prohibiciones no deja de ser otra desenfadada forma de prohibición. Así nos quedaría el decreto más aseado, algo parecido a prohibir sólo lo más injusto. O lo que menos nos interese en cada momento.
Ya sé que el planteamiento es un tanto retorcido, pero es que lo peor de la medida impuesta a los conductores no es la medida en sí, sino la carga comercial con la que se vende. Como una medida de obligatorio ahorro que redundará en nuestro bolsillo; sólo si somos buenos, como ellos.
Una medida que, nos dicen, nos hará más libres, porque habremos ahorrado dinero a cambio de tiempo. Y ese ahorro impuesto lo podremos destinar, ahora sí, a lo que nos quede de libertad.
Y, llegado a este punto, yo sólo me siento profundamente aliviado porque los 10 km/hora en los que se ha restringido momentáneamente el marco de lo permitido, al menos no se han presentado en sociedad como una ampliación de los derechos del ciudadano.