*Tour de Constance, vista desde el interior de las murallas de Aigues Mortes
El coche avanza por una carreterra sin apenas curvas, que a su vez discurrte por una planicie arbolada en la que el verdor se va entremezclando con lenguas de agua que se desparraman a uno y otro lado. El inmenso arenal de l´Espiguette marca el límite que separa con nitidez al Mediterráneo de la tierra firme. A poca distancia de la costa el cenagal, la red de lagunas creada por la mano del hombre en las que se recoge la afamada sal de la Camarga, y los canales que enlazan el Sète y el Ródano, conforman un paisaje particular sobre el que se alzan las imponentes murallas de Aigues Mortes, con la Torre de Constanza, inamovible y perfecta, dominándolo todo.Cuando uno recorre el trazado cuadriculado de las calles que se entretejen dentro de las murallas, a poco que camine llega a una plaza tranquila y espaciosa, en cuyo centro se halla el pedestal que sostiene la estatua de bronce de Luis IX, Rey de Francia. A pocos metros de allí, la iglesia de Notre Dame des Sablons esconde otra figura, esta vez dorada, que representa al mismo soberano con hábito de santo en vez de guerrero, una vez recompensado con el cielo después de todos sus desvelos en pro de la fe católica.
San Luis, Rey de Francia, dirigió en el siglo XII las dos últimas cruzadas sobre Tierra Santa. El ingente esfuerzo realizado por aquellas agotadas sociedades mediavales acabó, como los precedentes, en catástrofe. La séptima cruzada finalizó con un Rey Luis cautivo en tierras egipcias; una vez liberado aun conservó los ánimos para organizar una octava expedición, la última, que le llevaría a morir a Túnez víctima de una epidemia de tifus. La flota de cruzados, descabezada, terminaría devorada por una tormenta y en el fondo del mar.
Si traemos aquí a una de las figuras más emblemáticas de la época de las Cruzadas junto con el célebre Ricardo Corazón de León, es porque la testarudez de Luis IX permitió a Francia contar con su primer puerto en el Mediterráneo, que quedó ubicado en una inhóspita marisma en la que únicamente había una torre de vigilancia y un castillo: Aigues Mortes. De la primitiva fortaleza originaria sólo queda hoy la Torre de Constanza perfectamente conservada, en cuyo remate puede apreciarse un extraordinario trabajo sobre la piedra, desbastada, ahuecada en sus remates para facilitar los vertidos de brea e hirvientes líquidos sobre un posible agresor que hubiera superado el foso y los muros defensivos. La torre se halla en uno de los vértices de lo que casi es un perfecto y gigantesco rectángulo de piedra levantado por lo que tuvo que ser también una inmensa factoría de canteros. La guía turística que se entrega al visitante cita un término inesperado para describir el método de trabajo seguido para lograr levantar sobre aquella tierra la enorme fábrica: Destajo. Detenerse a observar cualquiera de los muros permite apreciar sin dificultad un sinnúmero de marcas de cantería diferentes -más de 600 talleres de canteros trabajaron en la obra-: Constructores anónimos que han dejado un legado impresionante.
La fortificación de Aigues Mortes emprendida por Luis IX fue continuada por los dos Felipes, el Atrevido primero y el Hermoso después. Recorrer a pie la muralla, aunque sea perseguido por dos eficientes funcionarios de la República francesa, nos permite ver extrañas inscripciones sobre la piedra, gravadas a modo de grafiti, y también otro detalle que satisface y a la vez genera curiosidad: la transición entre dos concepciones distintas de la arquitectura militar. La medieval, caracterizada por las delgadas y alargadas aspilleras; y otra posterior, que coincide con la aparición de la artillería en los campos de batalla -pero previa a los complicados ingenios diseñados por Vauban-, con huecos más amplios en los espacios almenados, habilitados para la colocación de unos cañones con cuya existencia nunca pudo soñar un San Luis que sólo pensó en poder zarpar desde aquellas aguas para combatir al infiel. Son también perceptibles las huellas del combate. Uno puede intuir con claridad algún turbulento episodio y cómo pudo ser la lucha sobre la muralla, con un agresor avanzando lentamente por su remate y ocupando, una a una, cada torre de la fortaleza, donde, en cada puerta, ha quedado la marca de los balazos.
Acabados los días de las Cruzadas y de aquellas otras guerras "de religión" que imprimieron su carácter a la fortificación, hoy no queda más que el vuelo de la imaginación del visitante, que se escurre por cada rendija de la gran obra de los "operativos" levantada sobre la ciénaga de Aigues Mortes, y que finalmente obliga a recordar que el tiempo pasa e, indefectible, todo lo cubre con el manto del silencio, como ha hecho con los pormenores de la vida de estas piedras y la identidad de quienes las hicieron perfectas.
* Todas las fotografías que ilustran este apunte has sido realizadas por el autor del blog.
Et si omnes, ego non.