Revista Cultura y Ocio

Al diablo – @CarlosAymi

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Cuando comenzó el repique de la campana, Pablo salió del escondite donde había pasado sus últimas horas. Cruzó la calle desierta y se escurrió hasta el campanario. Subió las escaleras de piedra con brío. Quería llegar antes de que el monaguillo terminase su tarea, quería que todo el pueblo se enterase de su presencia y se imaginara sus intenciones. Comprobó que las cartas seguían dentro del macuto. Se palpó el forro interior de su chaqueta: el cuchillo seguía ahí.

El monaguillo se afanaba en tirar de la cuerda y en hacer sonar el badajo con el ritmo y la intensidad precisos. No le sintió llegar por la espalda. Pablo apretó su mano sobre el cuello del niño. Como un cepo. Este quedó paralizado. Faltaban cuatro campanadas que ya no se darían. Pablo exhaló su aliento, húmedo, grimoso, sobre el oído de su presa.

−Vas a girarte conmigo sobre tus talones. No vas a mirarme. Te marcharás a casa. Te harán preguntas. Deberás ser cauto. Inteligente. El Señor te pone a prueba… ¿Adivinas quién lo pagará si fallas?

El monaguillo estaba rojo. Sudaba. Apretaba fuerte los párpados. Pablo tuvo que presionar más fuerte su mano para arrancarle una respuesta.

−¿El párroco, don Bernabé?

−Exacto. Ahora vete y recuerda lo que te he dicho.

Ocho campanadas en lugar de doce. Era imposible que fuera un error del niño. Bernabé se preguntó cómo se comportarían ahora en el pueblo. Murmuró que el Señor les ponía a todos a prueba, la guerra no parecía bastarle. Se levantó de la bancada, se acercó a la capilla. Al llegar se arrodilló frente a la gran cruz. Rezó por el alma de su madre. Rogó clemencia por la de su padre. Su hermano no tardaría en llegar.

Pablo bajó de la torre del campanario y accedió a la iglesia. Volvió a mirar el macuto, volvió a palpar su chaqueta. Vio a su hermano, de espaldas, en la capilla, rezaba. Sacó el cuchillo guardado en el forro. Se acercó despreocupado del ruido porque era imposible no hacerlo: la acústica en la Casa de Dios hacía resonar cada paso. Bernabé no se giró. Estaba arrodillado, con las palmas de las manos juntas, hacia arriba, pegadas al rostro. Miraba fervoroso a Cristo en la cruz. Su hermano se colocó detrás.

−Siempre has sido un buen cura –dijo Pablo, y no añadió nada más.

Bernabé no quería decir hablar pero no soportó el silencio.

−Adelante ¡Hazlo!

−¿Hacer qué? –Pablo tiró el cuchillo a los pies de su hermano. −No te lo pondré tan fácil.

Bernabé bajó la cabeza hacia el arma, observó que tenía restos de sangre. Volvió a fijar la mirada en Jesucristo.

−Así que es verdad. Tú mataste a padre.

Pablo ignoró la acusación y dijo:

−¿Dónde están tus corderos?

Bernabé se giró. Se puso de pie. Era más alto y más fuerte que su hermano.

−Les pedí que se quedaran en casa. Las misas en una guerra no son seguras.

−Ya. Muy obedientes… Me pregunto si tu monaguillo también lo es.

−¿Qué insinúas, Pablo?

−Yo no insinúo. Yo digo. Yo hago. Yo no soy como tú. Sí, yo maté a padre. Tal como tú querías que hiciese… Y me alegro de que al menos tuvieras ese deseo.

−¡No, no es verdad!

−¿Qué no es verdad, mi alegría o la tuya por lo que hice?

−Ambas.

−¡No mientas delante de tu Dios!

Pablo tendió el macuto hacia su hermano, lo chocó contra su estómago. Bernabé no tuvo más remedio que quedárselo. Miró su contenido por encima.

−Ahí están todas las cartas que me has enviado. Me fui al frente para evitar la tentación, para matar a otros en lugar de a padre. Pero tú no me podías dejar en paz. Tenías que informarme puntualmente de cómo os iba, de cómo madre aguantaba las tundas de ese borracho, de cómo tú le perdonabas una y otra vez por su arrepentimiento sincero y por la Gracia de Dios. No te ahorrabas detalle… y fuiste crudo con la noticia de que madre no se repuso de la última paliza. Tú no pudiste hacer nada y pedías clemencia por él y por ti…

−Y después de lo que has hecho también rezaré por tu alma.

−¡Dile a tu dios que se vaya al diablo! Y ahórrate tu falsa piedad, querías venganza pero no te atreviste. No vengo a matarte, vengo a reprocharte que tú no le mataras a él. Pero también me reprocho a mí no haberlo hecho… antes. Huí y dejé a madre a su merced. Es lo que ella me pidió, pero no debí hacerle caso. Una madre puede hacer todo por sus hijos pero apenas hace nada por ella misma.

Pablo guardó silencio. Bernabé tampoco dijo nada. Volvió su mirada a la cruz al tiempo que con las manos rebuscaba en el macuto abierto. Tomó una carta cualquiera. La hojeó. Cuando escuchó de nuevo oír hablar a su hermano levantó la cabeza.

−Me vuelvo al frente. Volveré a matar. Tú sigue rezando… si puedes.

Bernabé comenzó a llorar. Apretó el macuto contra su pecho.

−Sí, quería que lo hicieras. Yo no pude, yo no fui capaz. Me obligó a confesarle después de… tuve que darle mi absolución…

−No llores más, hermano. Te faltó valor… y tienes tu rebaño.

−¿Ah, sí? El pueblo entero sabe que estoy aquí. El pueblo entero cree que has venido a matarme por permitir lo que permití y actuar como actué… Y nadie ha venido. He ahí su veredicto.

−Eso solo demuestra que también son cobardes. Un mal menor si no fuera porque de ese mal se alimentan los canallas.

Los dos callaron por unos segundos. Fue Pablo quien volvió a hablar.

−Quema esas cartas y quedarás libre de toda culpa. Serás ese hombre bueno que sencillamente no se atrevió a hacer el mal para conseguir un bien. Solo eso.

−¿Y si no las quemo, y si demuestro que de alguna manera yo maté a padre?

−Haz lo que quieras… o haz lo que puedas. Adiós, será un para siempre.

Bernabé quiso abrazar a su hermano pero no pudo moverse. Arrugó la carta que tenía en la mano. Pablo se giró y apretó el paso. Mientras desaparecía cada zancada resonó con fuerza.

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