Sentados en la antesala de la comisaría a la que han ido a parar tras su primer intento de fuga, Voula y Alexandros ni se inmutan cuando uno de los oficiales comenta que ha empezado a nevar. Embobados como niños, que siempre son los primeros en pegar su cara al cristal de la ventana cuando algo así sucede, todo el personal baja alborozado a la calle a ver caer los copos, inesperados.
Los chicos sin embargo se comportan como mayores, impávidos, ajenos al acontecimiento y aprovechan el momento para huir escaleras abajo. En su cabeza sólo hay sitio para una ilusión: encontrar a su padre, al que nunca han visto.
El travelling que los recoge, con la hermosa música de Eleni Karaindrou de fondo, mientras corren ya por la calle, mágicamente petrifica a todos los transeúntes, que quedan mirando al cielo blanco mientras ellos escapan y hasta in extremis, a ralentí, los vemos esbozar una sonrisa por la oportunidad aprovechada, plenitud que poco más veremos.
Era ya un veterano - e imagino que no podía ser otra cosa para concebir semejante escena -, Theo Angelopoulos cuando rueda "Topio stin omichli", la película que prefiero y quiero más de su filmografía, a la que los tumbos que ha dado el mundo, desde aquel año 1988 en que se estrenó, han venido por cierto a aportar un matiz desconcertante: unos niños griegos ilegítimos (pero de alguien, siempre son de alguien) fantaseando con llegar a Alemania, futuro avasallador sin ejército de países descarriados como el suyo.
Un (esperemos) interludio extraño en la vida del film, pero no demasiado ajeno de sus ropajes, ese reflejo desertizado y a la intemperie de un país donde la gente malvive o está a punto de hacerlo y cómo de ilógica o aleatoriamente funciona el mundo desde el punto de vista de unos desamparados que se empeñan en no serlo - los otros, la mayoría de los que encuentran, ya no tienen esperanza y hasta les parece que nada puede hacerse para cambiar - y aún conservan una meta.
Pudieron ser estos, niños de Erice (y varios elementos, éticos y estéticos, de los dos primeros largometrajes del español, que no parecía encontrarse entre los favoritos del griego, se perciben entre los fotogramas del film) y ya puede ser el azar - se parte el cable del tractor que arrastra a un caballo, ya inútil, y de repente ven que aún está vivo y rompen a llorar; un soldado les da dinero en una estación dudando más de sí mismo que de ellos - como el orden quebrantado - el tipo que cada noche les ve en el andén mirando a un tren al que no se atreven a subir, convencido de que debe ser un juego; los comediantes, redivivos de "O thiasos", vagando en busca de un escenario y tomando la playa para ensayar o vendiendo sus ropas de escena, derrotados - que parece imposible intuir los porqués y descifrar los absurdos.
Realmente parece invitar a sentir el film que inevitablemente será la asunción interior del
paso del tiempo lo que fulminará la inocencia y para eso puede ser tan letal y catalizador el exceso de experiencia como la falta de ella, una idea "moderna" en el cine, pródiga a partir de cierto momento en los años 50, aún hoy saludada como uno de los grandes recursos contemporáneos y que ya tuvieron compatriotas de Angelopoulos como Homero o Kavafis.
La metáfora del viaje como tránsito hacia los límites entre las edades de la vida, tan recurrente (y presente, no está oculta ni disfrazada) al hablar del film y en general de sus películas, podría limitar y hacer muy teórico su alcance si lo que se debe es obtener una suma aritmética de episodios trascendentes o significativos, que tienen un efecto tan privado en las mentes de los niños y el resto de personajes que sin ir más lejos, la terrible escena de la violación de la niña no provoca más cambios ni desgaste que las esperas, la falta de referencias, el cansancio.
Esas son las verdaderas fronteras que hay que cruzar.
A ese ritmo y en ese continuo impasse es donde mejor y más brilla el cine de Angelopoulos, donde sus planos largos, sus súbitos monólogos (y cartas, enviadas ¿adónde?, ¿a quién?), sus movimientos colectivos cuidadosamente coreografiados, sus meandros y dilaciones (y los obsequios buñuelianos de Tonino Guerra asaltando el discurso: cómo le hubiera gustado trabajar con el maestro de Calanda, sin la insolencia de un guión acechando), sus miradas al pasado, a los orígenes de las cosas, se tornan misteriosos y tensos, coadyuvando a preservar lo único que no debe perder jamás el valor, se haya perdido o no la candidez: la intimidad, la libertad.
Más exultante que otros cineastas que han circulado por estos lares (Tanner o Doillon por esos años, Wenders un poco antes, Suwa Nobuhiro no hace tanto), Angelopoulos alcanza varias de sus cumbres en escenas que enaltecen los pequeños triunfos de los niños y de quienes les echan una mano y especialmente en dos protagonizadas por la pequeña Voula.
La del paseo nocturno punteado con cello de la niña-mujer hacia la habitación de Orestes, con el inquietante paralelismo de encontrar la estancia tan oscura como esa parte de atrás del camión donde fue vejada, obligándole a superar su curiosidad utilizando un elemento nuevo, la iniciativa, en forma de luz.
O el movimiento circular con la cámara que los rodeará a ambos varias veces hacia el final abrazados en medio de la carretera, cuando ella se viene abajo porque él la comprende y ella empieza a hacerlo. Un instante que rima con el final, cuando los dos "pequeños solitarios" como Orestes los llama divisan el primer ser vivo de una nueva aventura, un simple árbol que les da la bienvenida.
Muchos momentos de admirable cine.