Reparen por favor en el siguiente tráiler:
¿Qué les parece? Esa cámara subjetiva colocada sobre un casco, el parkour a lo Mirror’s Edge (DICE, 2008) tan genialmente implementado, los tiroteos a lo Modern Warfare (Infinity Ward, 2007); digamos que se respira una estética interactiva, casi real, propia de un lenguaje más cercano al videojuego que al cine. El fragmento es obra de Ilya Naishuller, astronauta y ninja afincado en Moscú que filmó el mejor videoclip del 2013: Bad Motherfuckers, tema homónimo de la banda Biting Elbows.
Este recurso narrativo, donde los ojos del narrador/espectador/protagonista cuentan la historia de una manera íntima e introspectiva, es bastante tradicional: previo a The Blair Witch Project (Daniel Myrick & Eduardo Sánchez, 1999) y la marabunta de émulos posteriores, previo incluso al cine mondo y otros exploits documentales, el maestro Delmer Daves ya jugó con acierto regular bajo una premisa noir muy de la época (Dark Passage, 1947). El mérito actoral recae sobre el personaje escudriñado bajo ese vidrio exhaustivo e inexpugnable que es el camarógrafo, y no tanto sobre la sombra que presta su voz –que no es otra que la del genuino Humphrey Bogart–. Al año siguiente, Robert Montgomery forzó en ‘Lady In The Lake’ tanto el metraje como la perspectiva logrando un efecto más homogéneo y esta vez, como aquel salto de los primeros first person shooter a los actuales, ya se veían las manicas y los pies del protagonista. En cualquier caso, eran las primeras intentonas de una técnica funcional pero mal explotada. No podemos por tanto decir que el cine ha usurpado a los videojuegos un lenguaje legítimamente suyo. ¿O sí?
En los ’80, mis adoradas ochenta mil revoluciones, el asunto se descontroló un poco con ensayos lisérgicos como Tron (Steven Lisberger, 1982), donde gracias a la computación gráfica los dos universos convivían en armonía, videojuegos dentro de películas tal que The Runing Man (PM Glaser, 1987), del que muchos años después Rockstar daría cuenta mediante Manhunt o, bueno, Jean-Claude Van Damme en toda su grandeza. Visto ahora, las películas de aquel dios marmóreo podrían ser vistas como arcades de lucha con niveles de dificultad, jefes de sección y traca final con game over rotulado sobre los créditos. Evidentemente, la gallina fue mucho antes, y esa forma de contar historias es legítima heredera de una máxima muy sencilla: sobrevivir cada vez a mayores peligros, sorteando por el camino toda una letanía de penurias, muy en consonancia con la vida asceta del ronin o cualquier senda de un guerrero torturado: el camino iniciático.
Décadas después, las vibraciones exóticas de máquinas creando realidades paralelas llegarían de la mano de los hermanos Wachowsky con esa piedra angular, tabla de la ley, monolito del molar que es Matrix. Casi una década tardarían en repetir, dirigiendo esa mezcla entre Wipeout y Mario Kart que fue la denostada Speed Racer, un film al que no le faltaban ni los puntos de guardado ni un maldito coche fantasma. O The Book Of Eli (Hughes Brothers, 2008), película nacida a rebufo del éxito de Fallout 3, con el consecuente arqueo de cejas de los fans de la obra de Bethesda, e incluso aquel sueño húmedo de Zack Snyder llamado Sucker Punch (2011), megamix y collage de mil y un escenarios jugables. Tirando por lo patrio, recordarán programas televisivos como El Rescate del Talismán, donde niños vivían su propia aventura y nosotros mordiéndonos los labios desde nuestras casas, o el maldito videojuego de Hugo en el Telecupón de Telecinco, en un calambur histórico que aunaba dos medios de comunicación tan dispares: la tele por hermética, pese a ser el germen de los primeros experimentos hombre-máquina ergo videojuegos, y el propio videojuego como esclavo imprescindible de la interacción. Curiosamente, detrás de casi todas aquellas pelis de acción loca de los ’90-’00, andaba Joel Silver, el productor de sagas que transmutaría parte del ritmo videolúdico tal y como es hoy: Lethal Weapon, Die Hard, etc. Alguien con suficiente ojo clínico para entender que el espectador puede formar parte del espectáculo: sudar de energía.
Quizá uno de los estados más proclives a la interpretación lúdica y netamente gamificable sea el miedo. El miedo como conductor de escenarios no pertenecientes a la realidad o generando situaciones en las que nosotros mismos no logramos identificarnos en tanto sobrepasados por algo ajeno a nuestro control. Uno de los taglines de Jigsaw, la terrorífica marioneta de la franquicia Saw, dice así: «vamos a jugar a un juego». Este juego, como la ruleta rusa, el caramelo envenenado o los retos de asfixia y buceo, no son sino desafíos temporales –cronometrados–, donde, en este particular, deben sortearse una serie de obstáculos y puzles con una única recompensa/estímulo: sobrevivir. La sorpresa se presenta cuando la amenaza se materializa y el protagonista se empecina en vencer a un enemigo inmaterial, ya sea un laberinto como en Cube (1997, Vicenzo Natali), el mito de la casa embrujada, las cámaras de castigo herederas del imaginario popular medieval, u otros filmes desarrollados dentro de un mismo espacio-escenario: una panic room, una prisión, el propio espacio como entidad –un océano, un desierto, un planeta ignoto–, una caja de pino… Muchas de ellas remontan sobre aquella obra literaria popularizada gracias a sus adaptaciones teatrales: Diez Negritos, el clásico de Agatha Christie. Uno de los primeros videojuegos considerados propiamente survival horror nació precisamente bajo su influencia. Mystery House (On-Line Systems, 1980) era una aventura lineal diseñada por Roberta y Ken Williams en la que debemos husmear entre las estancias de una mansión victoriana, mientras los cadáveres se van amontonando. Aunque el término se acuñaría años después bajo Biohazard (Capcom, 1996), la obra de Shinji Mikami que los occidentales denominamos, muy consecuentemente, ‘Resident Evil’, apelando más hacia su mecánica interna que a su bagaje literario, la idea de un lugar estanco que nos aísla siempre estuvo ahí, como en un Atlantis impenetrable o una de esas tradicionales ciudades de sci-fi ajenas al mundo exterior donde si al protagonista se le ocurría huir, recibiría pasaporte de forma inmediata, chip bomba mediante.
En clave survival caben desde St John’s Wort (2001), aquella adaptación de la visual novel de Super Nintendo ‘Otogiriso’, donde un joven Ten Shimoyama ya demostraba lo que dos filmes después sigue forjando: revertir los lenguajes y entremezclarlos; hasta la sagaz The Cabin In The Woods (2012), una gamberrada por obra y gracia de dos titanes como son Drew Goddard y Joss Whedon, donde se apela a las formas de terror más lovecraftianas y primitivas y nunca se toleran concesiones con el espectador, pasando del realismo especulativo a un tour de magia tecnológica. Igual que en Funny Games (Michael Haneke, 1997) y su mando de televisión, The Cabin In The Woods es un pastiche jugosísimo, una alucinante galería de los horrores disparada desde una casa encantada por los mandos de una superconsola similar a la manejada por Ed Harris en The Truman Show (Peter Weir, 1998). Y cuidado aquí, porque los Gran Hermanos siempre han poseído cierto mal rollo difícil de explicar, y si no que le pregunten al ‘Dead Set’ de Charlie Brooker. No convendría tampoco ignorar la incómoda ralea de adaptaciones inversas: Doom, Alone In The Dark, Resident Evil o Silent Hill, sobre todo esta última, todas ellas piezas clave en el origen del lenguaje survival de los videojuegos.
Hace unos días, viendo Edge Of Tomorrow, percibí un aroma a «esto ya lo he jugado». El color de la fotografía, las panorámicas de la batalla, la ingente cantidad de cacharrería tecnofuturista, lo mecha y ese final boss híbrido de una noche prohibida entre Cthulhu y la araña de Demon’s Souls (From Software, 2009)… todo eso me encajaba más entre cinemática y cinemática del nuevo Call Of Duty que frente a una superproducción para salas 3D. Este aprovechamiento de los tropos también presente en District 9 (Neill Blomkamp, 2009) o Source Code (Duncan Jones, 2011), obras de dos directores jóvenes muy del gusto del nuevo Hollywood, con suficiente voz autoral y visión periférica para contar historias, confluyen en afluentes que se dilatan para dar a un mismo mar: el de un espectáculo visual apto y adaptado al target que le corresponde. El personaje, un Tom Cruise en perfecto tono muscular, comienza siendo un asustadizo, vanidoso y torpe monigote al servicio de los caprichos de una Fuerza Superior; hasta que, a base de hostias, aprende las mecánicas. Igual que nosotros bajamos la dificultad, trampeamos secciones enteras o nos damos golpecitos en el pecho frente a miles de jugadores online, la cinta de Doug Liman, muy consciente de cómo cuenta lo que cuenta, refresca la idea del ensayo/error sobre un montaje óptimamente sincronizado. Un lenguaje heredado de la novela original de Hiroshi Sakurazaka quien, precisamente, siempre flirteó con los videojuegos y hasta colaboró en algún desarrollo menor.
Quizá donde esta confluencia de técnicas lleva la delantera, al igual que el tráiler del principio, es en el fandom: jóvenes que han absorbido sin ningún filtro toda clase de piruetas audiovisuales, una era de cromas, retoque y magia digital; la generación Matrix. En ese subgrupo convendría destacar la dupla que forman David Schickler con el escritor Jonathan Tropper, autores de la serie Banshee. Banshee es considerado un serial eminentemente masculino, misógino y corrosivo. Como si el hitman de No Country For Old Men se perdiese en aquel desierto de Arizona de U Turn (Oliver Stone, 1997) y nunca terminara de encontrarse. La plasticidad de la imagen, irreal y completamente limpia de ruido, un guion rupturista y lleno de accidentes rítmicos –cercana en este punto a la saga Crank–, ejemplifican esa forma de contar historias más propia de Rockstar que de cualquier pope de la acción de los últimos veinte años –si obviamos, siempre por delante, aquella ola de cine surcoreano e indonesio coronado con la cinta de Gareth Evans ‘The Raid’, adaptando en el título ese nombre, raid, o mazmorra para máximo nivel, propio del lenguaje de los videojuegos–. Una forma de cerrar el círculo en cualquier caso: si alguien ha absorbido y hasta plagiado con palmario descaro el imaginario de cierto cine, ese es el estudio de los hermanos Houser.
De alguna manera, se percibe que los videojuegos, dado su asentamiento formal en la cultura popular y el léxico diario, han pervertido la manera tradicional de contar historias. O más bien, se han pervertido a sí mismos. Ciento cincuenta minutos en primerísima persona podrían generar una oleada de espectadores mareados y descontentos –no más que expuestos a cualquier proyección tridimensional–, pero nosotros, jugadores habituales de Half Life (Valve, 1998) o TES: Skyrim (Bethesda, 2011), por citar ejemplos en primera persona, apenas notaríamos la diferencia. Tal vez ese navegar en aguas extranjeras traiga consigo una remesa de ideas frescas, o al menos una reinvención de fórmulas gastadas. O tal vez, igual que muchos videojuegos que parecen malas películas, mejor no revolver mucho las cosas y dejarlo en “amigos con derecho a roce”, amigovios según la RAE.
Decía Paul Schrader que el cine, entendido como una industria y un avance tecnológico, fueron el arte dominante durante el s. XX. Que empaparon y dirigieron las corrientes de la moda y el diseño, el centro de influencia de la sociedad a todos los niveles. Quienes crecimos viendo películas sabemos bien a qué se refiere, hasta gesticulamos como nuestros actores favoritos y no pocos fumarán porque aquellas imágenes vendían contratos tabaqueros. De alguna forma, el cine canibalizó su tiempo de descubrimiento y expansión, agotando las vías formulativas de expresión, que llegaría a decir, con pesar y cierta inquina, en su ensayo Canon Fodder. En el mismo ensayo se formula por tanto una cuestión evidente: ¿qué forma de arte dominará el tiempo del siglo XXI? ¿Qué disciplina estará dispuesta a entender el centrifugado constante, este perpetuum mobile esquizofrénico, la heterogeneización cultural subvertida a cada minuto? Los videojuegos podrían ser o no la respuesta, como intuye ese idilio de convivencia permutable, pero la respuesta, mucho me temo, es en realidad innecesaria: las ideas son la matriz de todas las cosas.
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