No desentonaba desde luego en las salas de aquel París donde se presentaban "Lola", "Une femme est une femme", "Shadows", "L'avventura" o los primeros Satyajit Ray, que también era el París que asistía a la plenitud de "Exodus", "Home from the hill", "Die 1000 augen des Dr Mabuse", "Hatari!" o los últimos Mizoguchi.
Ni entre unas ni entre otras desafinaba, un poco como esas obras de los maestros orientales citados, que bebían de fuentes remotas y guardaban tesoros nunca vistos. Qué poco importaba si inauguraban o culminaban un camino.
Medio siglo después, no haber difundido el cine de Marc Donskoi tiene como consecuencia que ver hoy "Dorogoi tsenoi" provoque además de asombro, mayor desasosiego.
La segunda película en color filmada por el genio ucraniano, en 1957, es por tanto, como cualquiera otra visible o encontrable de su filmografía, de nuevo una excusa para denunciar acaso el mayor dislate perpetrado por los distribuidores, editores, comercializadores y compañía.
De nada servirá repetirlo entonces, porque el hecho de que no pueda ser admirada en condiciones normales esta maravillosa película por tantos cinéfilos, no tiene disculpa posible.
Por si no fuera suficientemente grave semejante atentado, las pistas reunidas ya apuntaban - tampoco era muy difícil suponerlo sin haber encontrado ninguna -, y "Dorogoi tsenoi" confirma que Donskoi retuvo su magisterio (reducido para una gran mayoría a una célebre trilogía y algún otro film aislado) en estos años dorados para tantas cinematografías.
Cartel yugoslavo del film
A la poesía elocuente, la hondura y el humanismo que manaba a borbotones en su obra conocida en blanco y negro de los 30 y aún en los difíciles 40, cuando llegan estos años 50, las películas trabajosamente reunidas (varias más pueden contemplarse, sin un mísero subtítulo; no entenderse íntegramente por supuesto, pero sí hacerse muy familiares de tanto remirarlas), especialmente cuando llega el color, como las de Boris Barnet, se iluminan, se multiplica la riqueza visual, precipita un intenso lirismo.En ese hermoso y frágil sistema Magicolor de positivado, con sus verdes y rojos de Monet, está la misma mirada de siempre, redoblada quizá hacia sus adentros, con su sempiterna voluntad por no disfrazar la indignación y guardarse las ansias de proclamar los valores en que creía. Desde el mismo arranque, pues, con un rutilante plano a ralentí bajo un sauce y una cita de Gorky ("lo que se ama, se ama incluso si se está muerto"), "Dorogoi tsenoi" deja sin palabras y se revela como una de las más impresionantes películas nunca realizadas.
La historia de amor y de obsesión por la libertad de estos amantes decimonónicos pero que parecen bizantinos, quizá hasta pudo ser un gran western - y algo tiene que ver con un film de Konstantin Iudin, "Smelje ljudi", que llegó incluso a las pantallas americanas al mismo tiempo de "The far country" o "Rancho Notorious" -, y es ligera, trágica y romántica, todo al mismo tiempo a veces.
Donskoi toca con los dedos ese cine total que proliferó por doquier en esos años (y 1957 va bien servido), un cine que no necesita ni de grandes diálogos ni de llamativos movimientos de cámara - pero cuando los hay son siempre tan hondos como necesarios - porque un amanecer, una onda atravesando un lago, un fuego que devora los carrizos o un ritual corte de cabello, están filmados con tanta pasión que parecen los primeros y los últimos que serán inmortalizados por el ojo de una cámara.
¿Qué necesidad hay de grandes aspavientos si dos simples gestos de un niño harapiento, primero en un baile, más adelante cuando mancillan su casa, ya lo comunican todo?
No aprovecha Donskoi siquiera el epílogo del film para montar toda la narrativa en flashback, una opción fácil y efectiva, quizá porque prefiere acompañar a los fugados Ostap y Solomia (ella es el centro de todo; admirable, mizoguchiano personaje) codo con codo, compartir su incertidumbre, caer enfermo y sanar, aguardar junto a uno cuando falta el otro, divisar una esperanza o tener un mal presagio.
Y como siempre en el cine ruso, quizá más aún en el ucraniano, ese encarecido sentido de pertenencia a un lugar, a una familia, a unos prados como él recuerda.
Ni la comodidad, ni la amistad, ni la independencia encontrada en otra parte pueden apagar ese anhelo.