—“No quiero estar presente si vas a decirme adiós…”
Cada quien tiene sus formas de negociar, sus formas de renunciar y de darse por vencido (que no es lo mismo) uno renuncia a algunas cosas porque no es capaz de sobrellevarlas, es algo que se decide internamente, por voluntad. Es una encuesta personal que nos lleva a descartar a discreción y a decidir lo que más conviene. Por otra parte uno puede darse por vencido, y aunque también es una situación interna, es algo que aceptamos cuando algo o alguien nos supera, pero ya no es una cuestión de descartar y escoger, es una cuestión de aceptar que no pudimos, sin atajos, sin excusas.
El caso es que todos creemos ser invencibles hasta que llega la hora de un adiós. Y aquí de nuevo vuelvo con el criterio del renunciar o aceptar la derrota, porque algún adiós puede resultar hasta satisfactorio, dependiendo de lo que se estime o no a la otra parte, pero también hay un adiós que nunca estaremos listos para escuchar, jamás será un buen momento para enfrentarlo, a ese tipo de “adiós” es al que nos estamos refiriendo, ni más ni menos.
Cierto día caluroso del verano del 96, se encontraba el joven Vladimir Saavedra recostado en una mecedora de mimbre, en el largo corredor que daba al oeste, en la casita de ladrillos y adobe, desde cuya posición se podía observar toda la majestuosidad de la costa guanacasteca, el dorado del ocaso desparramándose sobre el zigzag de la marea, dibujando un trazo de oro que se extendía desde el horizonte hasta lo negro de sus ojos. La mirada de Vladimir parecía brillar. Sostenía en su oreja derecha un auricular y parecía escuchar muy detenidamente lo que alguien más parecía dictarle. No había que ser un sabio para entender que aquella conversación estaba siendo muy intensa, y sin ser profeta se podía entender que estaban seguramente dirimiendo asuntitos del corazón. Todo parecía ser… hasta que habló.
—Vladimir articuló unas pocas palabras, pero la voz se le quebró.
Los que conocemos a Vladimir, sabemos que es un chico de buenas costumbres, sin vicios, dedicado y leal, es un muchacho de principios, de buena familia, de valores firmes y bien inculcados, es un buen hijo, buen hermano y buen amigo. Es el típico chico de barrio que creció jugando en los patios de todo el caserío, en los pueblos pequeñitos de la costa todos se conocen, y los hijos de los vecinos son los hijos de todos porque todos se cuidan, los hijos de unos juegan con los de otros y nadie le cierra las puertas a nadie, aquí todavía se puede dormir con las ventanas abiertas sin miedo a los ladrones, aquí todavía se le puede pedir una tacita de azúcar al vecino, todavía se reúnen todos por las tardes en el comisariato, en el punto de reunión por excelencia, todavía la gente se ve a los ojos cuando preguntan “qué tal tu día”.
Vladimir, les decía, es uno de esos niños que se hizo adolescente, cumplió 17 en primavera. Conoció hace unos meses a Lucía, una chica de la capital que vino a pasar un mes de vacaciones en la quinta que rentan los Montealegre, esos millonarios de Escazú que rara vez vienen al pueblo desde que se metieron a la política. En fin, Lucía estuvo en la playa el suficiente tiempo como para robarse el corazón de Vladimir, y luego se marchó a la capital con sus padres, dejando al joven Vladimir con los ojos llenitos de corazones y la sonrisa boba cada vez que habla de ella.
«El amor jamás debería ser de lejos», pensé en voz alta, mientras le escuchaba relatar el paseo que dieron ambos por las rocas que dan a la vertiente del Térraba, a la boca del río Tempisque donde se juntan el agua dulce del río con el agua salada del mar… y al pensar en esa combinación dulce-salada pensé en ellos, tan distintos, tan distantes…polos opuestos del universo, elementos contrarios de la vida. La charla se extendió por todos los rincones de la playa, en cada lugar que ambos visitaron había un recuerdo ferviente y emocionante que Vladimir relataba con ansiedad, pero mientras más avanzaba con sus relatos, más me daba cuenta que nuestro niño no solo se había enamorado… también se había enamorado solito, porque nada de lo que decía daba algún indicio de que la pequeña Lucía también lo estuviera amando.
El punto de quiebre fue la despedida. Vladimir cuenta con un brillo inexplicable en sus ojos costeros, la forma como ella le tomó la mano y le dijo que había sido un mes de muchas aventuras, y que jamás olvidaría los paseos que dieron por la playa, las zambullidas debajo de las olas cuando estaban a punto de reventar y los ocasos que observaron juntos desde la baranda, todo junto a un dulce beso en la mejilla como símbolo de cariño y amistad. Lucía jamás le dijo que lo amaba… pero fue lo que a él le pareció.
Al pasar los días nuestro héroe se nos fue poniendo triste, cada vez más callado, más ausente, más distante. Más herido.
—Mirá, Vla, —le dije yo con un tono de voz que sugería una tregua—, a veces es mejor hacer algunas preguntas y dejar de cargar una pesada cruz, deberías decirle a la niña Lucía lo mucho que la extrañas y cruzar los dedos para que ella diga lo mismo.
—Y si resulta que no me extraña? —Preguntó Vladimir con los ojos brillando de curiosidad…
—Pues si resulta que no te extraña deberás ser fuerte y continuar viviendo. Sé que dolerá, Vla, pero es peor estarse muriendo con las dudas.
De regreso al viejo corredor de la casita de adobe, nos encontramos a Vladimir haciendo la llamada más importante de su corta vida, la respuesta puede hacerlo el chico más feliz del pequeño mundo donde habita o puede doler tanto que tendremos que esperar algún tiempo mientras sana su corazón.
Les decía que escuché su voz al quebrarse. Pero era algo más… también se rompía su corazón. No tenía intención de escuchar los pormenores de la conversación, solo tenía interés en Vladimir, porque conocía lo que podía dolerle la resolución. Lo vi guardar silencio durante unos minutos, solo escuchando atentamente la respuesta que Lucía le daba, lloraba como lluvia, incesante, se veía que en su interior se desataba una tormenta.
A lo lejos la tarde parecía rendirse ante el ocaso, la arena de la playa poco a poco iba quedándose sin huellas, a medida que la marea subía y volvía a borrar los pasos de todos, dejando la playa como nueva. Ni las palmeras querían moverse, la brisa del mar también parecía ahogarse en el lamento de la tarde, en las señales de derrota que Vladimir mandaba desde la mecedora.
Entonces lo vi enderezarse y respirar profundo, lo vi levantarse de la silla y caminar derecho a la baranda de bambúes al otro extremo del alero, hasta donde alcanzaba el largo cable del teléfono. Ahí se apoyó con todo el miedo que le quedaba, y dijo de forma lenta las palabras que empezaron este escrito: «No quiero estar presente si vas a decirme adiós…»
Y al otro lado del teléfono se quedó Lucía, y el sonido que produce un auricular al colgarse, se quedó para siempre con Vladimir, como su única respuesta.
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