Un hombre se movía nervioso de un lado a otro del pequeño salón del apartamento que habitaba desde hacía varias semanas. La ropa sucia esparcida por doquier y los ceniceros repletos de colillas reforzaban la imagen de transitoriedad. Una maleta abierta sobre el sofá iba recibiendo ropa a medida que el inquilino la vertía en ella. De pronto se detuvo y se palpó la barba. Fue hacía el espejo de la entrada. Encendió la luz torpemente y apenas se reconoció. El pelo largo, canoso y sucio, la barba hirsuta y una ligera desnutrición lo saludaban desde el espejo, que como el resto del apartamento, había vivido tiempos mejores.
Los pensamientos le asaltaban de improviso, asustándole y aún se estaba atusando la barba cuando otro pensamiento le sobresaltó. El pasaporte.
Volvió al salón y evitó mirar a la mesilla. Después de aquella larga espera, el teléfono que allí se encontraba, sonaría y nada le aseguraba que iba a escuchar lo que quería oír. Cuando alcanzó la mesa camilla que presidía el saloncito, comprobó que el pasaporte estaba allí, justo donde lo había dejado el día que entró en la casa. Al lado, una enorme pila de panfletos publicitarios y restos de comida china. Tenía que tranquilizarse. Llevaba preparándose semanas para aquello. Miró la bolsa de deporte de color azul que reposaba en el suelo con la cremallera abierta. En su interior se entreveían varios fajos de dinero.
El encierro le estaba volviendo loco. Se encendió un cigarro y se percató de que le temblaban las manos. Dio una profunda calada y expulsó el humo, que rebotó contra una reproducción barata de un cuadro de Manet enmarcado en un horrible marco de madera oscura.
Como todo lo inevitable, finalmente el teléfono comenzó a sonar. El hombre no pudo reprimir un enorme escalofrío, observando aquel objeto como si fuera sobrenatural. Entonces caminó hacia él y se sentó en una silla. Antes, de camino, se había sacado de la parte trasera del pantalón un viejo revólver. El único objeto del que no se había separado en todo aquel tiempo. Ya sentado, se metió el cañón en la boca esperando el fatal desenlace y descolgó el auricular con un ostensible y generalizado temblor.
“Cuarenta minutos. Estación de autobuses. Busca un hombre de traje azul oscuro y bufanda roja. Lo has conseguido”.
Click.
Al otro lado del teléfono, se hizo el silencio.
El hombre, atónito, comenzó a sacarse el cañón del revólver de la boca sin poder evitar el castañeteo que producía el metal al chocar con sus dientes. Dejó el arma en el suelo, con restos de saliva y se dio cuenta de que aún sujetaba el auricular del teléfono. Lo colgó parsimoniosamente y se apoyó las manos en sus muslos. Recogió el arma del suelo, lo metió en la bolsa de deporte, junto al dinero y la cerró. Del bolsillo del pantalón sacó una pequeña foto arrugada. En ella se veía un rostro de mujer. Cerró los ojos y se vio entregando la bolsa al hombre indicado, esperando no volver a verlo nunca más, subiendo al autobús y cruzando la frontera. Ya casi estaba en casa.
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