Al noble y desaliñado J.P.G.
Los cronistas de la Antigüedad acomodaban en la línea del tiempo a los protagonistas de sus relatos indicando no la fecha de su nacimiento, sino el año en que sus virtudes habían alcanzado el cénit. Ese momento se designaba en lengua griega con el término acmé y en latín, con floruit. En castellano es razonable usar el verbo florecer. Pues bien, ese instante en que, cual claveles reventones, los hombres y mujeres eminentes daban al mundo lo mejor de sí se situaba en torno a los cuarenta años de edad.
¡Florecer a los cuarenta! En la era de la megustacracia y la ropa interior sin abrefácil esto puede sorprender, pero no por ello dejará de ajustarse a la verdad histórica.
Si bien se piensa, no es tan difícil seguir el criterio de los antiguos y hacer de la entrada de un allegado en la cuarta década de su vida una ocasión pare el júbilo y la ebria esperanza. Sin embargo, cuando el que florece es el camarada más joven, aquel que, con el patrocinio, la protección y en ocasiones la malicia de quienes le aventajábamos en edad alcanzó precozmente las estúpidas y no obstante alegres estaciones por las que nuestra mocedad pasó sin detenerse, tal vez nos asalte la tentación de creer que nosotros nos marchitamos. Llegado el caso, atajemos ese pálpito. Hagamos como haría la gran Escarlata O’Hara. Ya pensaremos en eso mañana.
Que esto baste por hoy. Felicidades, amigo.