El martes por la noche cené en Igualada con mi amigo Jordi y su esposa. Hablamos de muchas cosas y especialmente del cambio de modelo de trabajo, de relaciones, de sociedad, de -en definitiva- afrontar la vida que este nuevo escenario en el que vivimos nos ha llevado a ejecutar. Aunque hay quien sigue empeñado en nadar en solitario, cada vez es más claro que debemos formar equipos, trabajar en conjunto, compartir y apoyarnos mutuamente. Que debemos poner nuestros ojos, nuestro corazón y nuestro pensamiento en los demás, y no en nosotros mismos, como hasta ahora veníamos haciendo.
Cuentan que un joven se acercó a un profeta para que le explicara cómo era el cielo y cómo era el infierno. El profeta le tomó de la mano y le llevó a una cueva. En el centro de la misma había una mesa redonda a la que se sentaban unas cuantas personas tristes, delgadas y de mal aspecto. En el centro de la mesa, había una olla llena de una deliciosa comida. Los comensales tenían sus brazos encajados en unas estructuras de madera que les permitían, con una larga cuchara, llegar hasta la olla y coger alimento, pero no podían girarlas para acercar las cucharas hasta su boca.
- Este es el infierno - dijo el profeta.
A continuación, por un pasadizo abierto en la cueva llegaron a otra sala. En ella igualmente había una mesa con una decena de comensales a su alrededor y otra olla llena de deliciosa comida. Todos parecían felices, sanos y bien alimentados. El joven se fijó que aunque sus brazos seguían encajados en unas estructuras similares a las del infierno aquellas personas habían aprendido a alargar sus brazos y dar de comer a la persona que tenían enfrente con las largas cucharas. No había duda que estaban en el cielo.
Y es que el mundo nos iría mejor si cada mañana al despertar, en vez de preguntarnos "¿a ver qué tiene reservado para mí el día de hoy?" nos preguntáramos: "¿Qué puedo dar a los demás de lo mucho que tengo?".