Detrás de todo hombre mezquino se esconde una carencia, un trauma, un complejo, una cosa freudiana que se explica mediante el pasado o los sueños (ambas realidades hijas de lo que no se puede ver). Alberto Ruiz Gallardón debe ser un hombre tremendamente acomplejado, el iceberg de su verdadera personalidad va aflorando a medida que dicta reformas jurídicas que tienen que ver más con la posición económica que con la moral. Tanto la reforma de la justicia como la reforma de la ley del aborto están enmarcadas en una gigantesca excepción: sólo aquellos que pueden permitírselo económicamente podrán disfrutar del privilegio del aborto o del privilegio del amparo jurídico. El Gobierno del Partido Popular quiere convertir en privilegio todo aquello que durante treinta años hemos disfrutado como derecho fundamental. Pero la estrategia es presentar toda reforma como avance moral. Resulta que lo que hacíamos desde los años ochenta era inmoral: matábamos niños.
Presentadas así, como una cuestión moral, la legitimidad de las reformas de Gallardón queda desplazada a lo más alto: a Dios. Parece que es Dios el que baja al Congreso para dictar sus leyes eternas. A ver quién tiene huevos a llevarle la contraria a Dios. El aborto es, pues, una cuestión divina, la vida es una cuestión divina, excepto si puedes pagar el óbolo, entonces Dios te perdona, Gallardón te perdona, el Papa de los pobres te perdona, Ana Botella te perdona; con dinero todo tiene arreglo, incluso la muerte… de los demás.
La moral católica ha estado siempre presidida por una idea central: esconder el pecado (el delito) para que no manche la visión de las estatuas; puesto que el pecado no puede eliminarse, hay que tratar de esconderlo. El hombre nace estigmatizado por el pecado original y debe pagar por ello durante toda su vida; en la medida que va purgando su culpa podrá luego acceder al club selecto de los que llegan al paraíso. En esta mecánica el engranaje que hace de motor es el antiguo dinero. Con dinero la culpa es más llevadera. Con dinero uno puede tapar mejor lo que los demás no deben ver.
La moral católica de la que gozamos hoy en día, y a la cual alude Gallardón para gobernarnos, está incardinada en la sociedad burguesa y se confunde con ella de tal manera que no sabemos si estamos hablando de Dios o del mercado. En esta confusión de deudas, pagos e intereses, la mercancía es el alma. El premio y el castigo (tan burgués, nuevamente) quedan también santificados como única explicación: no hacemos el bien por creer que es lo justo; hacemos el bien para ganarnos el cielo (que es el premio gordo).
Así las cosas, el ministro (que va engordando, por cierto, a medida que escala puestos hacia la jefatura del Estado (que Dios nos coja confesados)) elige las pedagogías del miedo para reformar, legislar, proponer, proyectar su idea de la mujer y el hombre, de la justicia, del mundo, una idea presidida por el intercambio (tan burgués) de bienes mediante símbolos. No olvidemos que el dinero es, al fin y al cabo, una triste metáfora.
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