Continúo con la publicación de esta serie de textos escritos sobre el libro de Javier Alcaíns. Creo que llegué a decirlo en alguna de las presentaciones que hicimos del libro. Que la lectura de La adivinanza del agua es todo un reto para aquel que quiera hacer el análisis de un texto. No, no estoy hablando de un examen, del mal llamado y mal hallado comentario de texto como prueba de evaluación para un estudiante de lengua o de literatura. Hablo del placer de leer con dedicación un texto, preguntándose —preguntando al texto— por las razones por las que una palabra está al lado de otra, por lo que explica el movimiento de lo escrito. Esta breve gran obra, La adivinanza del agua, comienza con lluvia y de noche, y surge en movimiento («busca», pág. 9). Luego «cruza» (pág. 10) y «va» (pág. 10), y luego «busca» por tres veces en la misma página décima. De ahí que yo me refiriese más abajo a que el texto va moviéndose a medida que avanza, que crece, que va llenando con armonía cada página. Alcaíns utiliza el engarce entre el final de un párrafo y el principio de otro como recurso formal para expresar el fluir constante y el pespunte entre una secuencia y otra. Así, en el final del párrafo, «un río» y «El río» del siguiente. «En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh, la lluvia va escurriendo por los troncos, los animales callan con distinto silencio, porque antes fue distinto el grito. La lluvia resbala por los troncos de los árboles, por las paredes de los edificios, por la tela de los paraguas, por la frente de los que se levantaron temprano. Las agencias de viajes enseñan la fotografía de una playa de limpio azul profundo y dicen paraíso, pero ningún lugar es un paraíso. El monzón de barro, las pagodas de oro, los tigres en la jungla, las flores gigantes, las luces que esconden niñas en el burdel. En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh. Nunca estuve allí. Nunca estuve en una calle de Odesa en la que hay una casa pequeña con una ventana verde y un gato asomado mirando caer el agua, nunca ensuciaron mis pies los vertederos de México, nunca sentí el soplo otoñal que arrastra hojas en los parques de Nara, nunca estuve en marzo en Tananarive, nunca pisé el barro de las favelas de Río de Janeiro ni el cuidado césped de otros barrios. En ningún lugar del mundo llueve como en Odesa, en ningún lugar del mundo llueve como en México, única es la lluvia de Nara y única también la de Tananarive, en ningún lugar del mundo llueve como en Río de Janeiro, en ningún lugar del mundo llueve como en la memoria. Esta luz que vuelve de una tarde antigua, esta luz que da al aire un ocre luminoso y envuelve tejas que gotean y dejan brillantes las chinas blancas del suelo, este largo susurro de agua algo quiere decir, pero qué quiere. Si no lo entiende el oído que lo entienda la piel, si no lo descifra el pensamiento que lo descifre la sangre» (págs. 15-16). Espero que pueda apreciarse con este fragmento —que, por cierto, es uno de los que más variantes tiene en la collatio siempre gustosa con las primeras versiones— cómo avanza el texto a partir de las repeticiones y los engarces formales y conceptuales, pues también son las ideas las que se concatenan, como el pensamiento sobre la lluvia y la confirmación de no haber estado nunca en un determinado lugar: Bangladesh, Tananarive, Odesa… Ay, los lugares… De ellos, de la geografía del texto que contiene esta obra también me queda por decir.