Cuando paseando por el campo vemos los tractores, las cosechadoras o las máquinas que, pegando un meneo a los almendros, no dejan una almendra en el árbol, no podemos, por menos, que pensar en la cantidad de mano de obra que han ahorrado. Trabajos que antes necesitaban el concurso de una cantidad ingente de mano de obra, con el avance de la tecnología son llevados a cabo por unas pocas personas, pero claro... ello significa que la gente que antes se dedicaba a ello, quedan en el paro, perdiéndose tantos puestos de trabajo como brazos ahorra la maquinaria en cuestión. Esta constatación fehaciente lleva a más de uno a pensar que, en esta época de crisis y paro desbocado, las máquinas, más que ayudar, lo que hacen es empeorar la situación, creando una animadversión hacia la tecnología tanto más radical cuanto tu puesto de trabajo está en peligro por ella. Sin embargo, aunque parezca muy actual, este discurso no es nuevo, y ya en el siglo XIX, en España, las primeras máquinas provocaron un rechazo tan violento que tuvo incluso que intervenir el ejército. Es lo que se conoce como Motín Ludita de Alcoy.
Cuando a mediados del siglo XVIII empezaron a salir las primeras máquinas en Inglaterra, su eficacia y productividad incomparables pusieron en pie de guerra a los trabajadores artesanos que vieron en las máquinas a un competidor a batir. El movimiento, llamado "ludita" por Ned Ludd, un joven inglés que -supuestamente- en 1779 destruyó dos máquinas de tricotar en un ataque de ira, se extendió con violencia por toda Europa según iba avanzando la industrialización de los diferentes países. En España, siguiendo la tradición de ir a remolque de las vanguardias, la Revolución Industrial no llegó hasta bien entrado el siglo XIX, sobre todo debido al follón monumental de la Guerra de la Independencia que impidió cualquier desarrollo mínimamente coherente del país. Aunque claro, en un país en plena vorágine reaccionaria, en que se clamaba "¡Vivan las cadenas! ¡Muera la libertad!" ( ver ¡Muera la libertad!.. y no era una broma)... implementar una novedad era una auténtica heroicidad, cuando no directamente una insensatez.
No fue hasta la llegada del Trienio Liberal (1820-1823) que, Fernando VII, forzado por un pronunciamiento militar que reinstauró la Constitución de Cádiz, se tuvo que envainar el absolutismo -al menos temporalmente- y ceder a las demandas de apertura social y económica. Este breve periodo progresista dio confianza a diversos empresarios del textil de la provincia de Alicante a instalar los primeros telares en Alcoy, aprovechando que la mayoría de la población de la comarca se dedicaba a la producción y manipulación de la lana para su posterior tejido. No en vano, en un Alcoy de unos 11.000 habitantes, el 48% de su población trabajaba para la lana, a los que se tenían que sumar unos 15.000 más igualmente empleados en el ramo lanar, pero distribuidos por los pueblos de la comarca. Sin embargo, la instalación de las primeras fábricas cayó como un jarro de agua fría al conjunto de la población alcoyana.
La producción, que hasta entonces estaba centrada en el trabajo artesano que las familias ejercían en su casa, pasó de golpe a efectuarse en centros de trabajo, es decir en " fábricas". Unas fábricas que, aprovechando la materia prima suministrada por los paisanos, aumentaban la producción textil de forma bárbara, modificando el papel de los antiguos artesanos, los cuales dejaban de ser manipuladores a ser meros proveedores de la materia prima. Esta novedad provocó una reestructuración en la producción, desapareciendo una gran cantidad de puestos de trabajo y condenando a la miseria a una gran parte de la población. La Hoya de Alcoy se había convertido, gracias a las máquinas, en una olla a presión -perdonen el chiste fácil.
Así las cosas, el 1 de marzo de 1821, 1.200 hombres armados, hartos de las máquinas que les habían quitado el pan, se dirigieron a Alcoy dispuestos a acabar con las tan odiadas competidoras. No obstante, Alcoy estaba parapetada tras un amplio lienzo de murallas, por lo que los airados "luditas" se ensañaron con los telares que se encontraron en los talleres ubicados extramuros. El tumulto tuvo como resultado el incendio y consiguiente destrucción de 17 máquinas valoradas en 2 millones de reales (lo que valían un par de goletas de guerra) y no fue hasta que el alcalde de Alcoy prometió destruir los telares que habían dentro de la ciudad amurallada, que los trabajadores no se retiraron. No obstante, en viendo la magnitud de la movilización y las aviesas intenciones de los manifestantes, el alcalde mandó llamar al Ejército para poner orden.
Cinco días más tarde, el 6 de marzo, se personaron dos regimientos (estamos hablando de 2.000-3.000 soldados por cada regimiento), uno de caballería procedente de Xàtiva y otro de infantería proveniente de Alicante, para poner orden a la fuerza. Ello produjo que, tres días después el diputado por Alcoy, Sr. Gibert, compareciera ante el Congreso de los Diputados para dar explicación de lo sucedido y consensuar las indemnizaciones a los empresarios por las máquinas destrozadas. No se tiene información precisa al respecto, pero se produjeron detenciones que seis años después aún mantenían diversos "luditas" tras las rejas, pese a las solicitudes de indulto efectuado por la alcaldía de Alcoy. Los trabajadores afectados, por su parte, tuvieron que aprender a convivir con las máquinas ya que, aunque no les gustara, habían llegado para quedarse.
Sea como sea, a este primer arranque contra las máquinas en España le siguieron muchos otros ( ver Mataró y el tren que utilizaba grasa de bebés secuestrados) , el más conocido fue el incendio de la Fábrica Bonaplata de Barcelona de 1835, en que se acusó también a las máquinas de quitar el medio de vida a la gente. No obstante, y pese a que por miedo o por ignorancia, haya gente que aún piense que es mejor para la sociedad que cientos de personas se deslomen segando el trigo con hoces, o abriendo túneles a pico y pala, la realidad es que sin la tecnología ni usted podría estar leyendo estas letras, ni yo las podría haber escrito. Al fin y al cabo, y como pudieron llegar a comprender sus detractores del siglo XIX, el verdadero peligro para el trabajador no son las máquinas, sino las buenas o malas intenciones del humano que hay detrás de ellas.