49 aC. – afueras de Ancona (Italia)
Seguro que dentro de poco los escucharé llegar por detrás. Mi centuria ha sido diezmada por su caballería y ahora los triarios de Julio Cesar quieren acabar con cualquier signo de rebeldía, acorralándonos justo a las afueras de Ancona. Escondido en el hueco que han dejado un terraplén y este árbol caído, con la armadura perdida en el campo de batalla, lejos de mi casa y de mi gente me arrepiento de haberme dejado atrapar para servir en las tropas de los Optimates. “Seremos invencibles” decían, y ahora los senadores están a punto de abandonar Roma y la autoridad real está en manos del César y sus legiones. Solo aguardo que me encuentren y poder rendirme sin que me maten, dicen que son clementes con los campesinos que, como yo, hemos sido reclutados a la fuerza para salvar el honor de una clase política que ahora mismo huye en desbandada hacia Grecia desde la costa de Brindisi.
Qué lejos quedan aquellas arengas y las risas de los centuriones, “les aplastaremos como moscas”… decían. Estoy perdido, herido en una pierna y tengo la muñeca derecha rota; no he comido en dos días y estoy casi sin fuerzas. Amanece y dentro de poco los soldados del Cesar volverán a emprender su marcha triunfal, para entrar junto a Marco Antonio en Roma habiendo dejado a su paso un reguero de sangre y destrucción. Tiemblo y no sé si es por el frio, por el hambre o por la fiebre… A lo lejos se oyen ya los tambores y me agarro con todas las fuerzas que me quedan a mi gladius, la fiel espada que todos los legionarios llevamos encima. Es lo único que, llegado el momento podrá salvarme de una muerte segura indigna. Cada vez se escuchan más cerca los timbales. Puedo sentir temblar la tierra bajo los cascos de los caballos y, a lo lejos, se oyen los gritos de los centuriones. Dentro de nada estarán aquí, pero yo no sé si podré aguantar. De la cabeza empieza a caer un hilo de sangre que me nubla la vista y los ojos se me cierran… “Alea Iacta Est” es en lo último que pienso, antes de desmayarme.
S.VXI – Selva del río Amazonas, cerca del actual Iquitos (Perú)
De pronto un tambor resuena más cercano que los otros y me despierto sobresaltado. El calor pegajoso de la jungla hace que tenga la camisola pegada a la piel pero hemos de dormir con toda la armadura puesta porque las flechas de los indios, impregnadas de veneno, ya han causado numerosas bajas. En el año del señor de 1534, cuando Cuzco fue conquistado por Pizarro, mi amo, Sebastián de Belalcázar y un puñado de locos, emprendimos una marcha suicida para conquistar Quito que decían, era igual de rica. Llevamos muchos meses vagando y sorteando mil y un peligros, pero no encontramos los tesoros prometidos. Aun así, seguimos adelante internándonos cada vez más en la selva en pos de la leyenda de El Dorado, con la que un indio hechizó una noche de luna llena a mi señor, llenando de esperanza y gloria su corazón y con humo de hierbas sus pulmones y su cabeza al contarle historias sobre su pueblo, una tierra maravillosa situada al norte, más allá de Cundinamarca.
Según aquel indígena, el Rey de su tribu solía cubrirse el cuerpo con oro en polvo para ofrendarlo a los dioses y, entre humos y leyendas, mi señor llegó a creer que existía un reino construido enteramente en oro. Desde aquella noche vamos atravesando selvas y pantanos, diezmados por las fiebres, los animales salvajes y los indios que nos persiguen. Siempre amparados por las sombras de esta selva impenetrable.
Ya quedamos pocos y hemos decidido limpiar un claro para defendernos de cualquier ataque, juntando unos troncos e improvisando una cabaña donde podamos defendernos del ataque final que creemos inminente. El sol se está poniendo y las hogueras ya no detienen las sombras que, cada vez más numerosas nos están rodeando. Llevamos varios días in poder dormir apenas y el cansancio hace mella en muchos de nosotros, a mi lado acaba de caer el capellán que había sobrevivido milagrosamente, sin armadura, a toda la travesía. Antes de expirar puedo escuchar de sus labios “Alea Iacta Est” justo antes de que me golpee una piedra en el casco y todo se vuelva oscuro a mí alrededor.
S. XVIII – Aareavaara, cerca de la actual frontera entre Finlandia y Suecia.
La luz del sol reflejando en la nieve hace que me despierte con dolor de cabeza. “Malditos sean todos los reyes y reinas del mundo”, pienso mientras al intentar levantarme del jergón tiro al suelo una botella vacía de vodka. Miro por la ventana, llena de cristales de hielo pero sólo se pueden distinguir arboles pelados y montañas de nieve blanca. Salir del refugio es exponerse a una muerte por congelación, al norte del norte, la vida dura escasos minutos fuera de un refugio como ese, el puesto avanzado más lejos de nada que el ejército del Rey Gustavo III había tenido jamás. Tan lejos de todo, que ni a los osos les daba por asomar la nariz…
Con todos los países limítrofes, y hasta algunos generales propios en su contra, el rey de los suecos llamó al pueblo a levantarse en armas contra los daneses en el sur y los rusos en el Norte. Al principio todo fue emocionante, pero conforme avanzó la guerra con su velo de miserias y sobre todo, cuando nos destinaron en el otoño de 1789 al norte para proteger la frontera de los posibles ataques de los rusos, la realidad nos abrumó. Nadie nos advirtió que iba a ser tan duro. La vida en los alrededores de la cabaña todavía fue soportable hasta septiembre, pero a partir de octubre el frio y la nieve que cayo constantemente durante los dos meses siguientes, hizo que nosotros cuatro perdiéramos la poca razón que nos quedaba.
El primero en caer fue Olaf quien, una noche borracho como una cuba se empeñó en salir a mear y dar una vuelta a la luz de la luna, enorme e hipnótica… y nunca más volvió. Esa misma noche pudimos escuchar los primeros aullidos y un espantoso grito rompió la quietud de la silenciosa nevada. Nadie se atrevió al día siguiente a salir y tuvimos que soportar tres días con sus noches, escuchando los aullidos de los lobos que, cada vez más cerca de la cabaña, conseguían ponernos los pelos de punta. Nadie nos había adiestrado para esto en el campamento militar. Nadie nos dijo ni nos preparó para enfrentarnos a la cruda naturaleza. A ella no se le puede atacar con bayoneta ni meterle una bala entre los ojos. No.
Después del miedo llegó la furia, salimos los tres una mañana silenciosa, envalentonados por el vodka en busca de nuestro compañero y al cabo de pocos metros encontramos sus huesos esparcidos por el llano, entre montones de nieve manchada de sangre, muchas huellas de animales y jirones de ropa. Pero ya no quedaba nada comestible de él, los lobos habían devorado todo. Y cuando quisimos darnos cuenta de que habíamos cometido un error ya era demasiado tarde. Lejos de la protección de cabaña o del río, que podrían habernos refugiado y con pocos cartuchos en las armas, vimos cómo, lentamente, salían de entre los árboles que rodeaban el claro una enorme manada de lobos hambrientos enseñando los colmillos dispuestos a morir por comer.
No lo dudamos, una mirada fue suficiente. Una ráfaga cerrada hacia los más cercanos, que nos cerraban el paso hacia la cabaña y echamos a correr por nuestras vidas… El primero en caer fue Claus, un lobo gris le atrapó la pierna y lo derribo, él consiguió meterle una bala por el hocico, pero en pocos segundos tres lobos más estaban encima suyo. Sus gritos quedaron atrás y la puerta abierta de la cabaña un poco más cerca. A Gustav lo derribaron después a tres metros de la puerta, y yo esquivé, por suerte, el salto de un lobo negro, a escasos cien metros de la cabaña.
Notaba como me iban a estallar los pulmones mientras tiraba el rifle y con la pistola abatía a dos lobos que pretendían cerrarme el paso, otro disparo a la izquierda y otro más detrás. Sólo quedaban diez metros cuando se encasquilló el arma, y sólo pude arrojarla a la cabeza del último lobo que se interpuso en mi camino. Entré de un salto en la cabaña y con mi cuerpo atranqué la puerta. El aire helado quemaba mis pulmones al respirar mientras escuchaba a los lobos rascar la puerta y las paredes, mientras a lo lejos, la otra parte de la manada se peleaban por los despojos de mis compañeros. Pensé que durante un tiempo estarían entretenidos y empecé a quitarme el pesado capote de campaña pero, por suerte, antes de dejar el cuchillo encima de la mesa, lo escuché.
Sonaba muy bajo, pero claramente amenazador y el pelo de la nuca se me erizó sin remedio. Muy despacio fui girando en la dirección de donde venía el gruñido, para ver aparecer desde la oscuridad del fondo de la cabaña a tres enormes lobos que, enseñando sus colmillos, se acercaban muy despacio, como disfrutando de la situación. Entonces comprendí que no tenía muchas posibilidades. “Alea Iacta Est” susurré bajito, mientras movía muy despacio el brazo hasta aferrar el cuchillo de campaña, alcancé el capote y enrollándomelo en el brazo izquierdo hice frente a los tres lobos dando una patada a la silla que había entre ellos y yo, mientras les gritaba, desesperado, con toda la fuerza de mis pulmones…
Marzo de 1945 –Isla de Iwo Jima (硫黄島 Iōjima)
Desde de que el general Kuribayashi llego a la isla, estamos trabajando sin descaso en planificar su defensa, construyendo trampas y túneles que nos defiendan de los bombardeos y de la invasión que se presenta inminente, porque todos somos conscientes de que debemos resistir en este pedazo de roca volcánica en medio del mar. Es la última línea de defensa antes de que estos malditos americanos pongan sus bárbaros pies en nuestra amada tierra y la defenderemos con nuestras vidas.
Hemos construido, con gran esfuerzo, una red de túneles subterráneos en toda la isla que conectados entre sí, resultará muy eficaz cuando debamos disparar y cambiar de posición rápidamente. Nos hemos olvidado de las viejas trincheras en las playas y hemos construido bunkers, trampas y fortificaciones en toda la Isla. Estamos preparados para morir.
Los americanos llevan arrojando bombas sobre la isla desde hace tres días y hoy 17 de Febrero un extraño y pegajoso silencio al amanecer, anticipa que el fin está muy cerca. Desde mi posición puedo observar como barcazas lanza cohetes se acercan, rápidamente, a la playa mientras desde el este, una escuadrilla de bombarderos se aproxima velozmente.
Es curioso como en estos momentos, tan cerca de una muerte segura, me acuerdo de toda la familia, de los amigos y conocidos que me han acompañado en la vida y, entre ellos destaca a imagen de un cura español que, durante un tiempo, vivió con nosotros dándome clases de latín. Si él estuviera aquí seguro que usaría su frase favorita: “Alea Iacta Est”. En ella pienso justo antes de que el impacto directo de una bomba, sacuda mi precario refugio, tirándome al suelo y dejándome inconsciente.
Ayer. Allí.
Todos en, esta vida, hemos pensado que está vez sí. Este, el de ahora, es el instante decisivo del que tanto hemos oído hablar. Ese momento dicen que puede durar un segundo, o tres o quizá un minuto entero, pero todos coinciden en que cuando te llega… lo sabes… Y yo ahora sé que todas esas suposiciones son mentira. Toda esa palabrería es una enorme falacia porque todos los instantes de la única y preciosa vida que tenemos, son decisivos, ya que cualquiera de ellos puede ser, realmente, el último.
Ha sido una casualidad que mi médico y aun así amigo, me haya encontrado en la parte trasera del hospital apurando el único lujo clandestino que me permito de vez en cuando: saborear un cigarro al sol. Él no debería estar allí hoy pero el accidente de un residente le ha obligado a cubrir su turno. Yo no debería estar en el parking de médicos, pero sé que es de los pocos lugares donde se puede fumar tranquilo. Y ha sido pillarme con el cigarro en la mano, in fraganti, y que Luis no me dijera nada, su silencio elocuente, me ha hecho consciente de ese instante decisivo.
Nos conocemos hace demasiado como para no otorgar la gravedad justa a su mirada y al hecho de que no me riñera al pillarme fumando. Así que sabiendo que estoy condenado por un maldito cáncer de páncreas poco importa que me riña por pillarme fumando un cigarro. Le he mirado a los ojos y, dándole una calada larga al cigarrillo, lo he tirado lejos con la punta de los dedos viendo como la brasa trazaba una hermosa parábola antes de estrellarse contra el suelo arrancando una lluvia de chispas.
—Cuánto me queda —le he preguntado entonces, mirándole a los ojos, dejándolo sin defensas.
—Dos meses, a lo sumo tres. —me ha contestado quitándose las gafas con los ojos un poco congestionados.
—Todavía no toca Luis. Tranquilo —le digo a mi viejo amigo apoyando una mano sobre su hombro—. Ya sabes que no quiero tratarme. Lo hemos hablado muchas veces. No quiero renunciar a nada mientras tenga fuerzas para disfrutar de la vida —le digo —.
—Lo sé Juan, pero… —empieza a protestar el doctor, que se calla al verme levantar un dedo.
—Ya sabes lo que voy a hacer. Necesito una semana antes de que me des los resultados. Ahora dime, porque es importante: ¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunto.
—Hace diez minutos que mi amigo del laboratorio me ha llamado al despacho.
—¿Y tienes confianza con él? Y sabes que los detalles son decisivos, lo hemos hablado muchas veces —le digo en voz baja mientras lo llevo de la manga a una zona en sombra lejos de miradas indiscretas —Ya sabes cuál es mi plan.
—Sí. Ahora le llamaré para que esconda el expediente tres días. No habrá problema porque sale de guardia en una hora y tiene que descansar dos, y como las llamadas han sido de fijo a fijo constarán como habituales entre el servicio y el laboratorio. El viernes a última hora debe enviarme los resultados, pero yo no los recibiré hasta el lunes y no te buscaré oficialmente hasta pasados tres días más, hay una acumulación de casos y no tolero los privilegios en mi consulta. En total de siete a diez días. Para entonces tú ya habrás despegado y estarás lejos. Ilocalizable, pero con el dinero del crédito que solicitaste hace uno tiempo para disfrutar de lo que te queda de vida en aquella casa junto al caribe. Como el crédito lleva asociado un seguro de vida nadie de tu familia pagará las consecuencias y al cabo de unas semanas, todos podrán reunirse contigo como si no pasara nada y disfrutar, después de tu muerte, del dinero que el banco siempre te había negado en vida.
—Muy bien. Pues entonces querido amigo “Alea Iacta Est” cono decía Don Damián nuestro querido profesor de religión. Ya sabes dónde os esperamos a ti y a tu mujer dentro de poco. Acuérdate de traer varias botellas de ese vino que tanto nos gusta a todos y los periódicos locales para seguir el tema.
Y diciendo esto los dos amigos se funden en un abrazo de despedida que parece no tener fin, hasta que Juan se separa, alisándose la chaqueta.
—Debes irte, nadie nos debe ver juntos, anda —. le apremia a Luis —Pero, espera, antes de irte… ¿tienes fuego?…
Hoy. Aquí.
Al final ayer me quedé dormida en el sofá. La diferencia horaria es una asesina silenciosa, y esas jornadas de trabajo interminables… no sé cómo puede aguantarlas, supongo que será la costumbre. Cinco horas de diferencia no son muchas, pero cuando se hace tarde y llevo desde las 6 en pie, cansa. Así que ahora estoy esperando que se despierte para darle su beso. Pero todo este esfuerzo no me importa, al final de la cuenta, la suma me sale positiva. Total, de no tener nada, a poder contar, al menos, con una ilusión que me haga levantarme cada mañana pensando en darle los buenos días y esperar hasta que llegue agotado al hotel para darle las buenas noches y arroparlo… al menos a mí, si me compensa.
Él me lleva de cero a cien en tres mensajes. Siempre es así y siempre es increíble, sobre todo el poder que sin saberlo otorgamos a otra persona a la que le entregamos, sin reparos nuestra alma, confesamos nuestros más ocultos temores, abrimos nuestro corazón y hasta nuestra sexualidad, sin ni siquiera habernos tocado. Sin habernos respirado de cerca, sin saber siquiera el sabor de sus besos, ni la suavidad de sus rizos; sin comprobar la tensión de sus miradas, esas que solamente podemos imaginarnos… Pura ilusión dirían los escépticos, magia dirían otros… Emoción, ganas y respeto, decimos nosotros. No tenemos más, ni menos que eso, y esa es nuestra verdad. Pura y dura.
“Mira hacia el cielo y baja la guardia, que pase la tormenta. Que no estás solo, que estás de espaldas y no te das ni cuenta… todos esos monstruos debajo de la cama… apóyate en mi espalda” – escucho en la canción. Cierro los ojos y sueño con el…
¿Quién puede creerse con la suficiente autoridad para criticarnos? ¿Quién puede decir que esto que nos ha unido, en un universo tan complejo y enorme, no es válido, honesto y mucho más real que muchas de las cosas que ya hemos vivido y sufrido día a día, por separado, en la vida “real”…? Somos dos adultos que disfrutan de esos escasos momentos que la vida les deja disfrutar. Los dos sabemos que esto no va a ser fácil, pero por ahora hemos decidido dejarnos llevar y saborear estos momentos compartidos. Los mensajes, las fotos, las voces que cruzan océanos de kilómetros y tiempo, nos sirven para acercar nuestras almas y hacernos sentir un poco menos solos.
Así que hoy, después de todas nuestras conversaciones, tengo en pantalla el billete de avión que por fin, me acercará sus besos, me hará sentir su olor, nos permitirá abrazar nuestro sueño y llevarlo, si todo va bien, a otro nivel. “Ala Iacta Est” susurro bajito mientras le doy al botón de comprar…
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Jugaremos a ser niños de nuevo y fabricaremos, con efímeras y frágiles emociones, brillantes corazas, para luchar contra la implacable y negra rutina, creyendo que ellas nos protegerán del paso del tiempo… ®
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