Aunque sea de forma inconsciente, siempre pienso en Eddie Campbell con un autor por entregas. Casi una década me tuvo esperando a una nueva entrega de ese monumento excepcional que es From Hell. Menos, cierto, para las nuevas y ansiadas entregas de esa corrosiva reinvención de la mitología que es Bacchus que ya leí en su versión castellana (a la espera de la ansiada recopilación que anuncia Top Shelf). Con tanto tiempo, entre entrega y entrega, me aficioné a la lectura de las recopilaciones de lo que entonces pensaba que era un tebeo menor suyo, Alec. Un ejercicio de autobiografía literal que iba apareciendo de forma esporádica, saltando de editorial en editorial, sin una periodicidad definida, donde Campbell se reconvertía en Alec McGarry para contar su propia vida, desde las banalidades más superficiales hasta las reflexiones más sesudas pasando por las ideas más absurdas. Una especie de diario que el tiempo entre número y número convertía en algo parecido a una novela de género epistolar, donde un antiguo amigo iba contando sus peripecias, sinsabores y felicidades. Y, con el tiempo, uno le iba cogiendo cariño al quisquilloso Alec. Sus problemas juveniles se transformaron con el tiempo en complejas reflexiones sobre la identidad del artista, sobre la propia concepción de la misión del artista. Pasaron de ser una forma simplista y casi ingenua de “slice of life” a un ensayo en toda regla, a un ejercicio de análisis que tenía siempre lo gráfico como elemento protagonista, pero que en ningún momento olvidaba que no dejaba de ser una simple elucubración ante un papel en blanco en la que contaba los aconteceres de su vida. Poco a poco, el humor de Campbell se fue convirtiendo en fina ironía, en inteligente sarcasmo del que mira su propia vida con sanísimo escepticismo e incredulidad, cuestionándolo todo casi de forma cartesiana.
Leído de forma recopilada, ya sea en la espectacular versión Omnibus publicada por Top Shelf o en la más cómoda en dos volúmenes de Astiberri, la primera impresión que se tiene es un poco decepcionante. Condensar una vida en un único volumen, por grueso que éste sea, es tarea imposible y las idas y venidas de la vida, las tonterías que se hacen día sí y día también, se traducen en la tentadora etiqueta de “irregular”, terrible palabra que en el fondo sólo hace que clasificar la realidad de la existencia como algo necesariamente irregular, habida cuenta de que no todos los días serán iguales, ni para lo bueno, ni para lo malo. Sin embargo, con la distancia del tiempo, esa misma recopilación comienza a tener un valor añadido que va mucho más allá de la lectura de la vida y milagros de Campbell, incluso mucho más allá de las siempre interesantes reflexiones que lanza el autor. Alec se convierte en un gigantesco testimonio de la formación de un artista, desde el camino de la propia autoafirmación como tal hasta el proceso de aprendizaje. Lo primero lo encontraremos en las muchas y sesudas reflexiones del autor, siempre en contraste continuo con las realidades cotidianas que le obligan a poner los pies en tierra. Lo segundo, en comprobar cómo Campbell va aprendiendo y ejercitando su narración gráfica, desde la simplicidad casi torpe de sus inicios a los atrevimientos de los ejercicios formales que encontraremos después. Con esta nueva perspectiva, la lectura es fascinante, se convierte en un ejercicio de metacreación total en la que lector y autor se funden en la reflexión, en un diálogo continuo hacia la propia esencia de lo que es el proceso creativo. Y, también, se constata que el camino de Alec tiene un final, un sentido que se alcanza con esa genialidad que es El destino del artista, una obra que resume y plasma a la perfección todo lo aprendido en una vida de creador, consecuencia lógica de Alec hasta el punto que, visto hoy, creo que son inseparables.
Y uno, al final, se da cuenta de que de obra menor nada. Que Alec es mucho más que una obra: es el andamiaje que aguanta todo lo creado por Eddie Campbell, una mirada al secreto estudio del artista, a las bambalinas de la creación.