Las cifras oficiales*resultan precisas cuando aluden a la cantidad de hombres y mujeres que, en Crema, fueron “víctimas” de la preocupación, la constancia, el desvelo, la inteligencia, el conocimiento y hasta el chiste jocoso –cuánta alevosía, qué horror– de los médicos y enfermeros cubanos. Y digo “víctimas”, sí, porque cuando todo eso se conjuga y cae de sopetón o de a gotas, da igual, sobre una sola persona, lo menos que puede acarrear es el rubor y el rubor, sabrá usted, de cierta forma duele.
Son culpables, nadie lo dude, y desde esta tribuna exijo para cada uno de los cubiches en cuestión cuantas cadenas perpetuas del cariño –según ampare el código penal vigente– puedan sostener sus fatigadas manos. Que caiga sobre sus espaldas, en este minuto doloridas de tanto andar por ahí, el peso de esa ley que aprueban por unanimidad las hordas de agradecidos.
Insisto, fue a conciencia. Que nadie venga a defenderlos con eso de que “los obligaron”, de que fueron tan víctimas como los que estuvieron bajo su custodia, de que resultaron amateurs… porque el mundo todo sabría que no es cierto.
Muchos llevaban años como “verdugos” especializados haciendo lo que hicieron, causando raras cardiopatías, aún no estudiadas a cabalidad por la ciencia, en esos que, ya le digo, no encuentran humana manera de pagarles, de decir gracias.
Fue premeditado, señor juez. Desde que vieron gente desesperada comenzaron a planchar sus batas, a recoger jeringuillas y estetoscopios… queriendo estar listos para colarse por la primera rendija de luz que se abriera. No me canso de decirlo, llegaron a tal punto porque les dio la gana. Tuvieron cómplices. De ellos también se encargará la sacra justicia.
No son “criminales” comunes. Estos pertenecen a la selecta raza de quienes no creen ni en el peligro de muerte. Si no, analice y formule prontas conclusiones, cómo es que partieron a robarle vidas a la virulenta peste, en el justo momento en que el resto prefirió esconderse y no asomar la cabeza. Solo un ciego a voluntad no lo vería: son “piratas” especializados en llevar a cabo sus aberraciones con la mar revuelta.
El saldo no resultó de cientos o decenas: 5 526 pasaron ante sus narices enmascaradas y por ahí se comenta que, de ellos, más de 3 600 recibieron por lo menos un pinchazo. Fueron con todo, corrió sangre.
No perdamos tiempo. Acometamos con urgencia cuantos arreglos legales se precisen. Hoy mismo volverán al suelo patrio con la frente empinada y abrazando banderas. No se lo dejemos pasar. Hagamos que la gente grite, que cuelgue de cada persiana un cartel que muestre su sentir.
Nuestra tarea es mayúscula. Los que hoy arriban apenas superan la cifra de 50; no más que un pelotón. Pero si quedan impunes, si acaban por salvarse de la implacable purga del afecto, con qué moral arremeteríamos contra las otras 33 “camarillas” que, de dos meses y medio para acá, se han diseminado por 27 países, adonde han llegado diciendo que son de aquí. Es nuestro nombre el que “han manchado” ante los 61 mil tocados por la desgracia a los que han mirado a los ojos.
Se trata de un mal enraizado, señor juez. Fíjese si es así que, desde mucho antes, otras 59 brigadas compuestas por “verdugos” de semejante calaña se habían establecido en varias naciones, dando a pobres, ya le digo, lo que no pueden pagar e, insisto, en nombre nuestro.
De los que están aquí mejor no hablemos… son todos iguales. No entiendo qué juramento macabro entonarán antes de recibir el título. Lo peor es que son muchos. Faltarían manos para ejecutar el escarmiento diario. Tendremos que mandar a llenar balcones y balcones de aplausos voluntarios.
Pero no nos rindamos, excelencia. Mucho menos hoy que llegan los primeros fetiches de la “herejía”. Recibámoslos de manera tan ensordecedora y abrasante, que sientan el mismo rubor con que infestaron a sus “víctimas”, que bajen la airosa frente, que lloren… y que se haga público a todos los niveles, que corra el secreto a voces, para que todo el que se atreva a seguir sus pasos lo haga a sabiendas de lo que le espera.