Revista Cultura y Ocio

Alejandro Espinosa: Los apostadores de tiempo

Publicado el 29 abril 2019 por Libros Prohibidos @Librosprohibi2
Alejandro Espinosa: Los apostadores de tiempo

Estuve en el asilo Moras por cuatro años, ingresé cuando el último de mis sobrinos se cansó de cuidarme y me dejó allí, como quien deja en el buzón una carta de la que no espera respuesta. Desde la muerte de Marina, a mí ya no me importaba lo que sucediera, me dejaría llevar por la corriente de un lado a otro, sin agradar ni desagradar. En el asilo Moras conocí a David Quirarte, un anciano cascarrabias al que su familia forzó a ingresar después de un pleito por la televisión con los nietos. Ellos querían ver el canal 5 y él, cansado de la vida mierda como estamos todos los viejos, sólo quería dormitar con el concierto de la Ofunam que transmitían por el canal 22. A partir de una discusión, que empezó con regaños, de él a sus nietos, y siguió con insultos, de él a sus estúpidos hijos, y terminó nuevamente con regaños, de sus hijos a él, la familia Quirarte decidió que lo mejor sería que don David ingresara a un centro donde pudiera estar contento con gente de su edad.

Como casi todos, David Quirarte se negó a entrar al asilo Moras, yo miré la escena sentado desde una banca a la que le daba el sol. Sus hijos malagradecidos añadían cualquier clase de comentarios manipuladores y el pobre David, casi llorando, les rogaba que no lo abandonaran, que ya no pelearía por la televisión, es más, que ya no la vería. Pero sus hijos solo le sonreían, lo confinaron con un enfermero y huyeron rápido para evadir la culpa. De inicio, David Quirarte no se adaptó al asilo, en vez de convivir con los demás, se limitó a lamentarse en su cuarto, reñir con la almohada e insultar a las enfermeras. Pasadas dos semanas se tranquilizó e intentó seguir los pasatiempos inútiles que unas amables señoritas nos proponían, pasatiempos como pintar una tela de algodón con un cepillo de dientes sumergido en tinta, rellenar un frasco de vidrio con sal multicolor o, mi favorita y en la que mejor nos desempeñamos David y yo, la creación de hologramas caseros. Los hologramas los hacíamos sobre una lámina de plástico con un compás, al principio sólo pretendíamos trazar líneas rectas o figuras sencillas, pero yo, que era el más avanzado en la holografía y ya había superado la habilidad de la señorita que me enseñó, logré trazar un cubo de gran profundidad, el retrato de una mujer y un mensaje codificado en la holografía que sólo con la luz podía descifrarse. David tuvo más problemas para desempeñarse porque tenía muy mal pulso y porque no le interesaba plenamente, por lo menos no como a mí.

Él fumaba y yo no, por esa razón fue que se acercó a la mesa Don Cristán, un viejo que fungía de líder en el asilo y que tenía actitud de bully pese a su avanzada edad. Don Cristán se acercó a David Quirarte para pedirle un cigarro y éste se lo dio con mucho gusto. Cuando David retiró su encendedor, Don Cristán le dijo: ¿Qué haces perdiendo el tiempo con estas pendejadas de niños? Aquí nos tratan como si fuésemos imbéciles, míralos, Me señaló y señaló a otros viejos entretenidos con sus pasatiempos. Mejor deberías de venirte con nosotros, te esperamos en el F-5 a las doce. Luego me miró y exclamó: tú también cáele para que aprendas algo de la vida. Se fue caminando lentamente, como viejito, pero con una especie de aire juvenil bajo sus hombros, un espíritu adolescente en el andar.

Al dar las doce, David y yo nos encontramos en el pasillo y nos dirigimos hacia el salón F-5, que era el más grande y lo utilizaban para proyectarnos películas los domingos, pero por las noches Don Cristán sobornaba a uno de los enfermeros para que lo dejara abierto y les permitieran reunirse. Nos abrió la puerta Álvaro, el ciego, quien nos hizo sentar rápidamente frente a una mesa rodeada de ancianos que jugaban a las cartas. Don Cristán estaba en la cabecera de la mesa y tenía a su lado a dos lacayos que le rellenaban su vaso con whisky escocés. Miramos el juego, era Texas Hold'em, Don Cristán nos preguntó sin despegar la vista de su par de cartas si sabíamos jugar y David y yo asentimos. Cuando terminó el juego, en el que ganó Don Cristán con una tercia de ochos, David preguntó con tono dominguero si le jugaban de apuesta y curiosamente todos rieron al unísono hasta que Don Cristán calló las risas y replicó en tono severo: en primera, nadie en el asilo puede saber lo que estoy por decirles y, en segunda, decídanse de una vez, es algo que puede ser riesgoso, ¿le entran o no?

David y yo nos miramos y aceptamos balbuciendo. Don Cristán sonrió y, como si estuviera presentando las reglas de un nuevo mundo, expresó: la cosa está así, aquí no apostamos dinero como los apostadores regulares, a estas alturas el dinero es lo último que podría importarnos. ¿Qué es lo que nos importa realmente a esta edad? David y yo no supimos qué contestar, en realidad a ninguno de los dos no importaba nada. ¡El tiempo!, dijo Don Cristán exaltado, lo único que nos mueve y nos hace soñar e ilusionar es el tiempo, el tiempo que nos queda, el tiempo caníbal devorándose a sí mismo. Somos apostadores de tiempo, jugamos por días, semanas y meses, a veces, en las apuestas fuertes, llegamos a apostar años.

David le preguntó a Don Cristán que cómo era posible apostar el tiempo y todos los viejitos adolescentes nos miraron con desconfianza. Les voy a contar un secreto, dijo Don Cristán y tornó la voz sombría, este asilo es uno de los más antiguos de la ciudad, incluso del país, como ustedes llegaron ahora al F-5 yo también llegué hace muchos años y muchos años antes de mí otros llegaron igual. Cuando me dijeron por primera vez que aquí se apostaba tiempo hice la misma mueca que ustedes tienen ahora, ¿cómo podía ser posible? Pero el sabio Monroe, el que solía llevar las apuestas en los años veinte, me explicó que era un hechizo en la baraja. Don Cristán tomó la vieja baraja con la que jugaban y desfiló cada carta frente a sus ojos. No sé cómo sucede, la verdad dejé de preguntármelo hace mucho, pero cuando apostamos tiempo simplemente pasa, los días de alguien se trasladan al otro por arte de magia.

David no acabó de comprender la explicación y le pidió a Don Cristán que fuera más claro. Por ejemplo, dijo Don Cristán, lo primero que tienes que hacer es pasar con Díaz (señaló a un hombre gordo sentado tras un escritorio) y pedirle que te pronostique cuánto tiempo de vida te queda, él es el mejor para calcular los días restantes, nunca se equivoca ni por un segundo. Luego puedes empezar a apostar, usualmente la small blind es de un día, la mínima cantidad, pero si arreglas una partida personal puedes plantear con los otros apostadores una entrada mayor. El que gana se queda con el tiempo del otro y lo usa para lo que quiera. Las reglas son: 1) no hay devoluciones 2) prohibido apostar si tu tiempo restante es menor a cinco días y 3) no truquear las cartas, no hará efecto. ¿Aceptan esas reglas?

Yo sonreí escéptico y miré a David, él parecía sí haber creído toda la perorata, acepté solo para ver qué ocurriría después. De acuerdo, rumió Don Cristán, pues pasen con Díaz y que les dé su aproximado. Nos dirigimos hasta el escritorio de Díaz, yo procuré ir a paso lento para comunicarle a David mi escepticismo y él me dijo: pues ahorita lo vamos a comprobar, a mí el doctor ya me dijo que me queda un año como máximo por el cáncer, a ver si es tan bueno el tal Díaz. Primero pasé yo y me senté frente al escritorio, Díaz se colocó el estetoscopio, escuchó mi pulso cardiaco y cerró los ojos como si estuviera realizando un ritual chamánico. De pronto sacó una hoja y me pidió mis datos, en la pregunta de tiempo restante original escribió: nueve años y a un lado trazó su firma. Me explicó que en la parte trasera de la boleta venía un calendario que cada noche tenía que registrar con él cuando entrara y saliera del F-5. Con una idéntica a las del trabajo, selló mi primera entrada. Tomé asiento y miré unas cuantas partidas en lo que David terminaba su pronóstico.

Algunos apostadores me hablaron de varios casos que comprobaban la veracidad de las apuestas. Me dijeron que un tal Roberto Cal había apostado sus treinta y ocho años acumulados en un mismo juego y los había perdido. Cinco días después lo hallaron muerto. Un tal Gilberto me contó su caso: A mí mi doctor ya no me daba más de un mes, pero empecé a venir aquí y primero perdí y mi salud empeoró, pero cuando ya sólo me quedaban diez días, tuve una buena racha y empecé a ganar y ganar, entonces me recuperé, me empecé a sentir de maravilla. Ya llevo aquí ocho años y sigo vivito y coleando, claro que no tengo tantos años como don Cristán, pero sí me quedan suficientes para arreglar mis cuentas e irme de este mundo con el orgullo intacto.

Un hombre al que llamaban Pelayo me contó que don Cristán llevaba décadas en el asilo Moras, más de cuarenta, dijo, y todavía le quedan siglos en la boleta, tiene una suerte tremenda. No pude evitar reírme, todo parecía tan absurdo, pero Pelayo me interrumpió: no es broma, sé que parece broma, pero don Cristán llegó aquí con una enfermedad degenerativa, debía morir tras unos meses, pero él apostó y apostó y se curó de su enfermedad y ahora mírelo... Está como nuevo. La verdad es que don Cristán si parecía un efebo en un empaque arrugado, su mirada era idealista e ilusoria como la de un jovenzuelo, su sonrisa era pura y sus palabras activas.

David Quirarte regresó de su pronóstico con cara de espanto, se sentó a un lado mío y no dijo una sola palabra, a continuación me tendió su boleta, la miré y atendí al tiempo restante. "Trescientos cincuenta y nueve días", casi un año exacto, que era lo que el médico le había diagnosticado. David sólo me dijo: ahora lo creo, y pidió una mano para la siguiente ronda. Yo me limité a observar mi boleta con nueve años, la doblé y bajé la cabeza.

Decidí no volver al salón F-5 y concentrarme plenamente en mis nuevos hologramas, David Quirarte, en cambio, acudía todas las noches. Empezó a apostar desde la primera vez y al principio perdió varios días, diecinueve en total, pero siguió jugando, estaba picado, y una noche, en una partida con Pelayo, le ganó dos meses al pobre. Una mañana Pelayo se sentó conmigo en la sala de pasatiempos y miró con tristeza cómo hacía mis hologramas, estaba trabajando en una nube que al cambiar de ángulo llovía. Me confesó con la garganta seca que ya era su fin, estoy en mis últimos cinco, me dijo, Quirarte me lo ganó todo, ese suertudo ya tiene acumulados casi veinte años. Lo miré y me dio lástima, le dije que no se lo tomara muy a pecho, él se puso a llorar en mi hombro y dijo que sólo deseaba una última partida, pero que ya no podía jugar más, iba contra las reglas. Si me han de matar mañana, dijo, que me maten de una vez.

Sentí compasión y le propuse que jugara contra mí, que podría perder a propósito para que viviera un poco más. Pelayo me recordó que así no funcionaba, si existía alguna trampa las cartas no surtían efecto. Pensé en lo estúpido que era ese juego, él interrumpió mis pensamientos: Don Cristán no va a dejar que apueste mis últimos cinco días, pero si tú aceptas me salvarías la vida. ¿Qué quieres que haga?, le dije. Acompáñame al F-5 ahorita que no hay nadie, vamos a agarrar la baraja y echamos una partida por un mes. ¡Sólo un mes te lo pido!, eres mi última esperanza.

Acepté por pura lástima y nos dirigimos al F-5. No había nadie a esas horas, tomamos la vieja baraja y fijamos la cantidad, dejé que él barajara y repartiera. Me tocó un par de cincos. Destapamos las tres primeras cartas: un as de diamantes, un rey de espadas y un dos de corazones. Pelayo propuso subir la apuesta a dos meses, yo acepté por mera misericordia. La cuarta carta era un cinco de tréboles. Pelayo subió la apuesta a seis meses y yo le dije que mejor no se confiara, pero igual acepté. Destapamos la quinta carta, era el cinco de corazones, el que me faltaba para el póker. Miré con ternura a Pelayo y rogué porque todo fuera un simple juego. Él reveló un rey de corazones y un dos de espadas con lo que conseguía dos pares. No quise mostrar mis cartas de inmediato. Pelayo me instó a que lo hiciera. ¡Hazlo!, gritaba, ¡destapa de una vez! Mostré mi juego y el pobre gesticuló una mueca terrorífica, empezó a transpirar y a hiperventilar. Pero cálmate, le dije, ¿no ves que sólo es un juego estúpido? Pelayo se fue poniendo rojo y más rojo, abrió los ojos de forma sobrehumana e, instantes después, cayó muerto con la boca abierta. Me horroricé y llamé a un enfermero, le dije que había hallado inconsciente al señor Pelayo en el F-5, pero de inmediato corrió el chisme.

Sabía que había roto las reglas, todos me odiarían, me harían pagar, por eso me deslicé hasta el teléfono y marqué el número de mi sobrino, le rogué, casi llorando, que fuera a recogerme, le dije que ya no quería estar en ese sitio, inventé excusas, le dije que me trataban mal y que si seguía ahí moriría muy pronto y nunca se lo perdonaría. Mi sobrino al fin se apiadó y aceptó pasar por mí a la brevedad. Aproveché el lapso para recoger mis hologramas. Mientras lo esperaba, ya en la recepción, Don Cristán y David Quirarte, acompañados por el resto de los apostadores, se aparecieron como lobos al acecho, me rodearon y en coro me acusaron de ser un asesino, un impiadoso. Yo me hice el desentendido, pero la jauría de apostadores se acercaba más y más, exigían venganza, a empellones querían orillarme al F-5 y hacerme pagar. Por fortuna la voz de mi sobrino irrumpió entre la algarabía. Al verme así se creyó por completo mi llamada y me llevó con él para nunca más volver al asilo Moras.

Con mi sobrino todo fue diferente, me porté de la mejor manera posible siendo más un objeto de utilería que un obstáculo, luego él consiguió un dinero extra y me compró un modesto departamento en una bonita colonia. No supe nada del asilo Moras hasta un año más tarde cuando, en un café cercano a mi nueva residencia, me encontré a don Cristán leyendo la sección deportiva del periódico.

Lo saludé con cierta lejanía y, contra todas mis expectativas, me correspondió el saludo muy alegre y me invitó a sentar. Ambos pedimos té de hierbabuena, fue él quien rompió el hielo. Por fin me salí del pinche asilo, me dijo, llevaba tanto tiempo allí que se me había olvidado el mundo real. Le contesté que era más bonita la vida azarosa y él dijo que sí, era mucho más bonita. Disimulé un rato hasta que le pregunté lo que de verdad me importaba, es decir, si sabía algo de David Quirarte. Resopló, prendió un cigarrillo y me dijo que todo había cambiado un poco desde que me fui.

Quirarte tuvo una muy buena racha, me dijo, empezó a ganar todas las partidas, acumuló cientos de años, hizo morir a más de sesenta en el asilo. A mí me ganó casi ciento treinta y cinco años, me diezmó el tiempo, ya todos teníamos miedo de apostarle, pero él estaba empecinado en conseguir la vida eterna, no sabía que la vida sólo es real cuando no se busca algo permanente. Pasaron los meses y siguió ganando el condenado.

Una vez sus familiares, recién enterados de su enfermedad y de que el doctor le había dado como máximo un año de vida, fueron a visitarlo para convencerlo de que regresara a casa, le rogaron que volviera con la familia. ¡Hipócritas! Querían que pasara sus últimos días con ellos para quitarse la culpa. Quirarte se rio de las súplicas: ¡Unos meses!, les gritó como un demente, ¡Yo viviré más de lo que a todos ustedes juntos les queda por vivir! ¡Unos meses! Se alejó de su familia risa y risa. Sus familiares no volvieron más.

Miré a Don Cristán y le pregunté cuánto tiempo había acumulado David. Tenía casi tantos años como yo, me dijo, más de mil, pero él quería más, no se conformaba, estaba obsesionado con el tiempo, no le importaba realmente lo que viviera, si fuera la desgracia o la dicha, sólo le interesaba la cantidad. Y por eso en una ocasión fue a tocar a mi recámara y me confesó que no conciliaba el sueño, no podía dormir sabiendo que yo tenía tantos años que podían ser suyos. Le dije que se fuera a la cama y dejara de molestar, pero él continuó golpeando a mi puerta y me gritó cobarde. A mí nadie me llama cobarde. Acepté su reto, una apuesta all-in, sólo entre los dos. Un todo o nada, los años de uno por los del otro, como un duelo a muerte de cowboys pero con cartas en vez de pistolas. Nunca debí haber aceptado.

Prendí un cigarro y lamenté la suerte de mi viejo amigo de hologramas, Don Cristán parecía en verdad apenado. ¿Cuándo murió?, le pregunté. Don Cristán sorbió las lágrimas y dijo que David Quirarte había muerto un doce de diciembre, al año de haber entrado al asilo Moras. Vivió el tiempo exacto que su doctor le había pronosticado.

Yo moví la cabeza negativamente y pensé en mis viejos hologramas, no había trabajado en nuevos diseños desde que salí del asilo Moras, me imaginé varias figuras tridimensionales y la cantidad de luz necesaria para darles profundidad.

¿Sabes qué es lo más curioso de todo el asunto?, me dijo de pronto Don Cristán.

Yo lo miré fingiendo atención aunque en realidad estaba inmerso en mi mundo de hologramas. ¿Qué es lo más curioso?, pregunté.

Lo más curioso, dijo, es que en la partida de Texas Hold'em, en la que apostamos más de mil años de vida, la de todo o nada, fue él quien ganó, yo perdí.

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Foto de Michał Parzuchowski en Unsplash

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