Alejandro cavila esta vez en torno a las razones por las que un aeropuerto faraónico como el de León queda sin servicio de cafetería. Es de imaginar, de entrada, que algo tiene que ver con la escasez de clientes...
Para situar el caso, pueden tenerse en cuenta algunos datos que están en la red: León tiene 134.012 habitantes (2010) y se encuentra -por ejemplo- a 333 km. de Madrid. Tiene, cuando menos, un vuelo diario con la capital, que cuesta, según veo en Iberia para los próximos 10 días, cantidades que varían, según el día, entre 101 € y 426 € (los vuelos a/de Barcelona varían, según el día, entre 52€ y 486 €), a no ser que haya alguna errata de por medio.
Los pasajeros del aeropuerto fueron 160.000 en el año 2007, según Aena. Lo que equivale a 438 pasajeros diarios. No es realmente una multitud, pensando en posibles cafés. Y en cuanto el tren de alta velocidad pase por León, cabe imaginar que la cifra se reducirá al menos a la mitad.
Por eso quizá se entiende que -pensando más en plan comercial que de economía política- es normal que no haya cafetería en un aeropuerto por el que pasarán unas 200 personas diarias. Si es que pasan. Ni sumando los cafelitos de los empleados y los acompañantes de los viajeros, parece que no salen las cuentas de la cafetería.
En fin, esto comenta Alejandro, desde otro punto de vista, acerca de este curioso caso del aeropuerto sin cafetería:
Se trata del aeropuerto de León. Según informa la prensa local, nadie quiere esa cafetería: “AENA declara desierto el concurso para adjudicar la explotación de los servicios de restauración y de tienda de la nueva terminal, cerrados hace casi cuatro meses”.
El presidente Rodríguez Zapatero inauguró la nueva terminal en octubre de 2010. Como sucede en este tipo de actos, en aquel momento todo era fiesta y optimismo. Pero todavía hoy, el tráfico aéreo brilla por su ausencia, como los cielos con nubes y sin aviones. Y, lógicamente, si no hay vuelos ni pasajeros, tampoco habrá quien compre prensa y recuerdos típicos o se deje la cartera para tomar un café.
Zapatero anuncia su regreso a León para cuando deje la Moncloa. En su día, le declaró conmovido a su mujer que había en España cientos de miles de personas capacitadas para desempeñar la presidencia del Gobierno. Por tanto, puede marcharse sin cargo de conciencia. Y como es aun un señor joven, en León podría intentar ponerse a trabajar; por ejemplo, gestionando la cafetería del aeropuerto. Al fin y al cabo, es el responsable de esa ampliación de la terminal.
En España sigue siendo normal que algunas obras públicas se levanten en función de intereses caciquiles, y no porque se aprecie una necesidad real. Claro que estamos todavía por encima de países como Argentina o Zaire. Pienso en los 2.400 m de pista de aterrizaje, apta para reactores, que el presidente Menem mandó construir en su pueblo, Anillaco (190 habitantes). Algo similar hizo el presidente Mobutu en Zaire, en medio de la selva.
Cuando AENA amplía la terminal de León para honrar al presidente, o la de Málaga para que la ministra de Fomento pueda quedar bien (y rebañar votos) ante sus paisanos, siempre se pueden invocar argumentos técnicos debidamente maquillados. Menem y Mobutu no tenían necesidad de dar explicaciones a nadie.
En España tenemos cuarenta y siete aeropuertos públicos y seis privados. Hace un par de años se ha inaugurado el de Ciudad Real -privado, pero impulsado por la Junta de Castilla-La Mancha y la correspondiente Caja de Ahorros-, que ha desplegado la pista de aterrizaje más larga de Europa (4.000m) y no tiene tráfico.
En Barcelona cuentan con la espectacular T 1. Es una maravilla de la arquitectura y del diseño, pero cabe dudar de la auténtica necesidad de una inversión tan cuantiosa. Parece que el argumento determinante para su construcción fue la -consabida- comparación con Madrid: si Barajas tenía su T 4, El Prat no podía ser menos. Con esta ligereza olímpica se gastan los millones a miles y se excava el déficit público que padecemos. Muy pocos de esos aeropuertos son rentables, y así no sorprende que AENA se encuentre en una situación crítica.
Además del clientelismo, se advierte en esta dinámica constructora otro efecto perverso de la lógica autonómica. Cada comunidad quiere ser autosuficiente en todos los aspectos, pues consideraría humillante tener que depender de una autonomía vecina para cualquier efecto, desde los estudios universitarios hasta los transplantes de órganos.
En los años sesenta u ochenta ocurría en los pueblos con las piscinas y los polideportivos, luego con las casas -edificios, más bien- de cultura. El resultado es un incremento del gasto que apenas se justifica, y un deterioro de la calidad de las prestaciones ofrecidas: falta masa crítica para que se pueda asegurar la experiencia exigida por un servicio de calidad.
Un aeropuerto sin cafetería es un problema, sin duda. Pero, ¿qué hacer cuando lo que faltan son vuelos? ¿Quién responde de esa demencial política de obras públicas? ¿Habrá que convocar un concurso público -más gastos- para encontrar un uso alternativo a tantos kilómetros de pistas en desuso? ¿Será esto de los aeropuertos un mal -digamos- pasajero?