Me hace llegar Alejandro la versión completa de su bien razonado escrito acerca de la polémica del momento, que me he tomado la libertad de ilustrar con la viñeta adjunta a la derecha de su foto, que algo tiene que ver con el asunto.
Se trata de una polémica montada, según entiendo, desde la carencia de liderazgo y argumentos en el partido de la oposición en España y la incomprensible y enorme mala conciencia del partido en el gobierno, temeroso quizá de perder algún que otro voto de entre sus filas por llevar a la práctica el programa con el que fué elegido.
Mala conciencia y mala gobernanza del PP, que más bien parece querer no molestar a la oposición en el oscurantismo de sus pruritos anticlericales, retóricos y oportunistas, que desear cumplir su programa electoral ante los ciudadanos. Los que les votaron y también los demás. Como suelen hacer los partidos en el gobierno, y como ha hecho el PSOE en grado extremadamente superlativo cuando ha estado en el gobierno.
El texto que sigue es la versión completa del razonamiento de Alejandro, mientras que una parte reducida aparece en otro lugar. Espero que guste a los lectores el razonamiento completo, que tampoco es tan largo, y se lee muy bien:
Se acerca el momento en que el Gobierno de Mariano Rajoy tramitará su anunciada reforma de la ley del aborto y los ánimos se van encrespando.
El ministro Alberto Ruiz Gallardón había asegurado que la propuesta del Gobierno estaría lista antes de final de marzo. Los grupos pro-vida, que salieron a la calle en los últimos días del mes pasado y a comienzo de abril para celebrar el Día Internacional de la Vida, no dejaron de echar en cara al Ejecutivo el reiterado incumplimiento de los plazos que él mismo había ido fijando. Por fin, en declaraciones a la cadena SER no mucho después, el ministro en persona asegura que no debe haber ninguna duda de que el Gobierno cumplirá el compromiso electoral de reformar la ley del aborto, según el criterio del Tribunal Constitucional. La reforma culminará en el momento en que concluya el trabajo que están elaborando el Ministerio de Justicia y los expertos que le ayudan.
La respuesta de la oposición no se hizo esperar. Elena Valenciano, vicesecretaria general del PSOE, disparaba la artillería pesada en el desayuno del Foro de la Nueva Economía el 16 de abril: “Los obispos y el PP se han vuelto a poner de acuerdo para cercenar la libertad de las mujeres… No vamos a consentir que a estas alturas los obispos sigan imponiendo su moral al conjunto de la ciudadanía, y mucho menos que limiten de nuevo la libertad de las mujeres… Si el Gobierno, de la mano de la Iglesia Católica, como ayer anunciaron Rouco y Gallardón, modifica la ley del aborto para limitar la libertad de las mujeres para decidir, como ya anunció Alfredo Pérez Rubalcaba en el congreso de Sevilla, el Partido Socialista señalará la necesidad de modificar la relación con la Santa Sede”.
Los presentes entendieron que el PSOE amenazaba con la denuncia de los acuerdos del Estado español con la Santa Sede, de 1979. La edición digital de El Mundo titulaba el 17 de abril: “El PSOE, a la guerra por el aborto”.
No obstante, la misma Elena Valenciano ponía en su sitio esas belicosas declaraciones al comentar a una correligionaria suya a la salida del desayuno: “No hay como soltar un bombazo para que no te pregunten nada más. Ni Pere Navarro, ni libertad para decidir, ni referéndum…”. Pero incluso sin esta reveladora clave hermenéutica, proporcionada por la misma autora, habría que relativizar un tanto el “bombazo”: por supuesto que cabe denunciar los acuerdos con la Santa Sede, pero hacerlo corresponde al Gobierno. El PSOE tendrá que esperar tres años y ganar las próximas elecciones para poder hacerlo.
Airear apolillados fantasmas anticlericales sin fundarse en argumentos racionales ha sido siempre un recurso cómodamente utilizado por la izquierda española. Podríamos pensar que se trataba de algo intelectualmente superado, pero parece que no es así.
Seguramente ni siquiera los líderes socialistas se creen esas viejas consignas, pero pueden servirles como maniobra de distracción y coartada para el inmovilismo. A falta de razones convincentes, no está mal un poco de demagogia efectista.
Decía el viejo tópico que los españoles siempre habían ido detrás de los curas, con el cirio en la mano y en actitud servil, o con el garrote y en actitud agresiva.
Va siendo hora de encontrar una vía media, más civil, que evite los extremos de “muerte a los curas” y de “los curas al mando”. De todos modos, cuando el PSOE resucita ese periclitado discurso, no hace justicia a la realidad actual: no se puede decir que el PP sea la longa manus de los obispos. Son conocidos los desencuentros entre las cúpulas de la Conferencia Episcopal Española y del Partido Popular.
En el mismo momento en que el presidente Rajoy se entrevistaba con el Papa Francisco, el cardenal Rouco manifestaba con toda claridad su disgusto por la política del Gobierno en asuntos de gran relevancia moral: aborto, matrimonio homosexual, familia, educación.
No estamos ante un repentino exabrupto de un cardenal con la lengua demasiado suelta. Se trata de aspectos fundamentales de todo ordenamiento social, que han sido desde siempre tema preferente en el discurso moral de la Iglesia. A nadie puede sorprender que el Papa y los obispos se pronuncien sobre estos asuntos, en general y en particular, haciendo referencia a las circunstancias concretas de tal o cual país. Se equivoca El País, molesto con el pronunciamiento del cardenal, cuando concluye su editorial del 17 de abril diciendo: “Hora es también de que la Iglesia se dedique a sus asuntos”. El estatuto legal del aborto lo ha sido siempre, en España y en el resto del mundo.
Como es obvio, la Iglesia proclama su doctrina para los fieles y para todo aquel que quiera escuchar, como hacen tantos otros actores sociales. La libertad de expresión constituye uno de los logros más preciosos del régimen democrático, de modo particular cuando permite dar voz a los que no piensan como uno.
La doctrina social católica integra un conjunto de enseñanzas sistemático y bien argumentado, que ha encontrado acogida en los más diversos ambientes culturales y políticos. Sería frívolo descalificarla a la ligera, pues pocas instancias hay en el mundo tan expertas en humanidad como la Iglesia. Sus pastores no quieren ni pueden imponer nada a nadie: la verdad se ofrece, se propone debidamente argumentada y debe ser aceptada con libertad.
Es tarea de los ciudadanos y políticos católicos vivir su compromiso ciudadano de forma coherente con su fe, algo que puede resultar más o menos difícil según las circunstancias de cada momento. Como ha puesto de relieve el politólogo Samuel Huntington al explicar el triunfo y la difusión de la democracia en los últimos decenios, hay una especial afinidad entre el catolicismo y la democracia, particularmente visible a partir del Concilio Vaticano II.
Para subrayar la ausencia de seguidismo por parte del PP hacia la línea episcopal, Alfonso Alonso, portavoz del grupo popular en el Congreso, afirmaba a continuación: “Seguramente haremos una ley de aborto que no gustará mucho a los obispos. Los obispos opinan, pero las leyes las hace el Parlamento. El PP cumplirá con el compromiso de devolver la Ley del aborto a la senda de la doctrina constitucional”.
No voy a sacar punta al hecho de que en el mismo instante en que el presidente del Gobierno buscaba la cercanía con el Papa, el portavoz de su grupo parlamentario marcaba distancias respecto del cardenal. No hace falta que el Gobierno y el Partido Popular legislen pendientes de la aprobación episcopal. Basta con que lleven a la práctica su propio programa electoral y superen el viejo tic de criticar leyes socialistas desde la oposición para mantenerlas cuando llegan al poder.
La izquierda no tiene reparos en poner todo patas arriba cuando gobierna; en cambio, la derecha suele verse presa de una extraña parálisis cuando asume esa responsabilidad: extraña asimetría, perceptible tanto en el ámbito estatal como en el autonómico y en el municipal. Resulta lamentable que en tantos aspectos importantes de la realidad social, desde la educación hasta la sanidad pasando por el empleo, vayamos dando bandazos en función del partido que gobierne.
Sería deseable un poco más de estabilidad, no hay país que soporte tanta política errática. Pero mientras llega esa idílica etapa de los grandes acuerdos de Estado entre PP y PSOE, no estaría mal que el PP ejecutara su programa cuando cuenta con mayoría absoluta para gobernar. Isabel Serrano, portavoz de la plataforma abortista Decidir Nos Hace Libres, daba salida a su indignación en septiembre de 2012, ante el enésimo anuncio por parte del Gobierno de reforma de la ley: “El PP está incumpliendo todas las medidas de su programa excepto la reforma del aborto”. ¿Por qué no subrayar más bien que al menos en un punto el PP ha sabido cumplir lo prometido al electorado?
Contentar al propio electorado debería ser el Norte de la brújula de cualquier partido político. En la problemática del aborto hay otro colectivo al que resulta crucial atender: las víctimas, es decir, los hijos eliminados en el seno materno, y sus madres.
Así lo reconoce el PP en su programa electoral de 2011: “La maternidad debe estar protegida y apoyada. Promoveremos una ley de protección de la maternidad con medidas de apoyo a las mujeres embarazadas, especialmente a las que se encuentran en situaciones de dificultad. Impulsaremos redes de apoyo a la maternidad”.
Si el clamor de la sangre derramada por una sola víctima debería percibirse como insoportable, mucho más cuando hablamos de decenas de miles (no disponemos de estadísticas fiables sobre el número de abortos practicados en España. Por motivos incomprensibles, el Ministerio de Sanidad acepta sin más los datos proporcionados por las mismas clínicas abortistas, cuando costaría muy poco esfuerzo comprobar esos números con controles aleatorios, como se hace en otros países de nuestro entorno).
España se enfrenta a formidables retos demográficos a medio y largo plazo. Según las previsiones de la ONU y de la UE, en 2050 será el país más envejecido de la Unión. Tenemos la esperanza de vida más alta, lo que constituye un dato positivo. Nuestro Estado del bienestar no alcanza las cotas de los países nórdicos o centroeuropeos, pero ofrece prestaciones más que dignas. El envejecimiento de los vivos y la bajísima natalidad determinan un futuro sombrío: por ejemplo, será imposible mantener las pensiones. Además, la escasez de talento juvenil se notará en los más diversos ámbitos de la vida social: faltarán ideas nuevas y espíritu de iniciativa, se resentirá la productividad del sistema económico, la vida tenderá a languidecer.
En el otro extremo de Europa, Rusia muestra las consecuencias del aborto generalizado a lo largo de casi un siglo. Se trata del primer país del mundo que lo legalizó, en 1920, en pleno entusiasmo revolucionario. A día de hoy registra más abortos que nacimientos. El aborto se ha convertido en el medio anticonceptivo por excelencia, lo que constituye toda una aberración de salud pública. Rusia pierde población y la esperanza de vida es menor que hace sesenta años. El Gobierno está alarmado y no sabe qué hacer para poner freno a esa sangría.
Hace unos días el Parlamento aprobó una ley que prohíbe la publicidad del aborto. Algo es algo, aunque esa medida cosmética poco va a cambiar la situación. Decenios de régimen comunista han dejado como legado un profundo desprecio por la vida humana. De la mano de un autócrata como Putin, Rusia pisa fuerte en el escenario internacional, pero se trata de un gigante con los pies demográficos de barro. No estamos en Rusia, pero en nuestro país tampoco podemos permitirnos el lujo de perder cada año más de cien mil nacidos. Una familia o una sociedad sin hijos están condenadas a la extinción.
La persona humana es lo más valioso del universo y merece un respeto incondicionado, lo que se facilita si sabemos ver en ella una representación del Absoluto. Los marxistas Theodor Adorno y Max Horkheimer ya advirtieron que, en última instancia, el argumento decisivo contra el homicidio es de carácter religioso.
Hablar de fraternidad humana sólo tiene sentido si somos hijos de un Padre común. La mera solidaridad biológica entre miembros de la misma especie no garantiza una convivencia verdaderamente humana, no impide una consideración utilitaria del otro y de la sociedad en su conjunto. Poner coto a la terrible plaga del aborto sería un paso decisivo en orden a construir una sociedad a la altura de la persona.