Revista Cultura y Ocio

Alejandro Navas: ¿hasta dónde llega el "derecho a la salud"?

Publicado el 12 abril 2013 por Noblejas

Escribe Alejandro Navas, hoy, y me envía su texto acerca de un asunto muy peliagudo. Porque la sociedad tiene la memoria bastante corta, y -junto al ruido de los altavoces propagandísticos de ideas al respecto- no sabe qué sea la "buena salud" (a ser posible total), ni tampoco hasta dónde llega el "derecho" (más o menos universal, más o menos gratuito o financiado por el Estado) a gozar de esa buena salud. 

El título original es más radical que el elegido para esta entrada del blog y se pregunta: "¿Existe un derecho a la salud?".

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Las aguas de la sanidad bajan revueltas, como nuestros ríos después de uno de los inviernos más lluviosos de los que guardamos datos. La crisis, que se veía venir,  muestra algunas de las paradojas propias del Estado del bienestar.

En 1946, en un clima de optimismo al término de la Segunda Guerra Mundial, la OMS se atreve a definir la salud como “estado de completo bienestar físico, psíquico y social, y no la simple ausencia de enfermedad”. Se trata de algo imposible de alcanzar en este mundo, y con el tiempo la sensatez ha calado incluso en la ONU.

En el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, se menciona el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental. Lamentablemente, la sensatez no ha rozado al Gobierno español, que en la Ley Orgánica 2/2010, de salud sexual y reproductiva y de  la interrupción voluntaria del embarazo, (artículo 2), sigue apostando por la definición inicial de la OMS. Al Estado del bienestar se le suma la  lógica democrática: los candidatos y los gobiernos en campaña electoral prometen, y la ciudadanía aprende la lección y exige.

En tiempos de bonanza económica el crecimiento del sector sanitario parecía asumible, y todos ganaban. Pero han vuelto las vacas flacas y no hay dinero. La partida sanitaria, la más voluminosa del presupuesto, tiene que someterse a una ruda cura de adelgazamiento.

Resulta inevitable recortar prestaciones, y las naciones punteras en el desarrollo de una sanidad pública y gratuita dan ejemplo: Inglaterra, Suecia, Nueva Zelanda. La crisis ha llegado a nuestro país, y se plantea de modo dramático: copago, externalización de servicios, privatización de la gestión, cierre de hospitales, impago a los proveedores, etcétera.

Hay tensiones y la crispación vocifera en la calle: los manifestantes con bata blanca se convierten en una marea que inunda nuestras ciudades. Es necesario buscar las soluciones más adecuadas –y posibles— a esos problemas.

A la vez, pienso que esta coyuntura brinda una oportunidad inmejorable para replantearse algunas cuestiones de fondo que apenas se mencionan en los debates al uso. Uno de los efectos positivos de toda crisis es que obliga a revisar los presupuestos de nuestras conductas y nos pone en nuestro sitio: la dosis de realismo sienta bien a todos.

La medicina occidental conquistó en el siglo XX éxitos espectaculares, que se traducen  en un mejoramiento radical de nuestras condiciones de vida: disminución de la mortalidad infantil, prolongación de la esperanza de vida, calidad de vida inimaginable. Ha cambiado el modo en que afrontamos la vida y la muerte.

Dejamos de sentirnos juguetes inermes en manos de un destino caprichoso, como condenados a muerte a los que se les prorroga cada día la ejecución de la sentencia, y pasamos a considerarnos dueños de nuestra existencia. La vida en este mundo deja de ser un valle de lágrimas, en el que toca sufrir –una mala noche en una mala posada— con la mirada puesta en el más allá.

Las utopías políticas, infladas por la idea de progreso, nos prometen el paraíso en la tierra: la ciencia es poder, y nos va a facilitar el control. Pero las patologías siguen ahí, asociadas ahora a estilos de vida insanos: sedentarismo, comida basura, obesidades, tabaquismo, alcohol, drogadicciones, sexo.  

La OMS estima que “la enfermedad del siglo XXI” va a ser la diabetes, vinculada al sedentarismo y a una dieta inapropiada. Los occidentales, que todo lo esperan de la ciencia y del Estado, no se conforman con la enfermedad. Exigen “curación, ya”.

Los médicos siguen siendo los profesionales más admirados (según el barómetro del CIS de marzo), pero el tradicional respeto, casi veneración, a la bata blanca deja paso a una exigencia desabrida, propia de clientes insatisfechos.

Muchos pacientes se resisten sin más a aceptar la enfermedad: --“¿Por qué a mí? ¡Exijo curación! ¿Cómo es posible que no haya todavía tratamiento para mi patología?” La relación médico-paciente se judicializa y la espiral de desconfianza contribuye a elevar todavía más el gasto sanitario (medicina defensiva). El sistema permite que el abuso prolifere: dos millones de enfermos imaginarios o hiperfrecuentadores, según la Sociedad Española de Atención Primaria (SEMERGEN). El absentismo laboral injustificado se generaliza.

Habría que recuperar algunos principios de sentido común, que ayudarían a centrar el debate sanitario.

Me apunto a la formulación del British Medical Journal:

La muerte, la enfermedad y el sufrimiento son parte de la vida. La Medicina tiene una capacidad limitada, de modo especial para resolver los problemas sociales, y su práctica es arriesgada. Los médicos no lo saben todo: necesitan ayuda para tomar decisiones y apoyo psicológico. Pacientes y médicos están en la misma barca. Los pacientes no pueden trasladar sus problemas a los médicos. Los médicos deben reconocer sus limitaciones. Los políticos deben abstenerse de promesas extravagantes y concentrarse en la realidad”.

Excelente formulación del problema o de esta especie de "enfermedad de la enfermedad". Habrá que proveer también su tratamiento adecuado.

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