Revista Opinión

Alejandro Navas: Nadie es culpable de nada, excepto los demás

Publicado el 05 marzo 2012 por Noblejas

 

Alex
La culpa del déficit no la tiene nadie, sino que hemos gastado más de lo que ingresábamos”. Con esta asombrosa declaración sobre el déficit público del 8,51 % se despachaba hace unos días Elena Valenciano. ¿Hablaba en serio la número dos del PSOE? Parece que sí. La superficialidad de esas palabras, rayana en el infantilismo, produce escalofríos.

 

En cierto sentido sí que podríamos dar la razón a Valenciano: nadie tiene la culpa, porque la tenemos todos. La deuda española es, en realidad, cuádruple: del Estado -administración central, autonomías, ayuntamientos-, de las entidades financieras, de las empresas y de los hogares. El importe total viene a ser cuatro veces el PIB. Tan por encima de sus posibilidades han vivido el gobierno que gastó en obras faraónicas de dudosa utilidad, como la familia que pagó sus vacaciones con crédito. Ante una culpa tan generalizada, al final nadie tiene por qué sentirse particularmente responsable. Reacción comprensible, pero propia de gente necia.

La eliminación del molesto concepto de culpa no resulta exclusiva del ámbito político. Se observa también, por ejemplo, en la vida familiar. En diversos países occidentales  -no en España- se mira con inquietud el incremento del número de divorcios y de rupturas. Al margen de debates ideológicos sobre el estatuto de la familia, hay ahí un formidable reto de salud pública, pues los efectos de esa desestructuración familiar son devastadores, tanto para los cónyuges, hijos y abuelos, como para la sociedad en general.

Hace medio siglo, la eliminación del “divorcio culpable” constituyó un hito decisivo en la legislación occidental. Ahora, la ruptura familiar ha pasado a considerarse una especie de accidente técnico, del que nadie se siente responsable: -“El amor se terminó, sin más”. -“Ya no siento nada”. -“Hemos comprobado que diferencias irreconciliables hacen inviable la convivencia”. Al final, parece que todo es cosa de las hormonas, o del destino ineluctable.  La voluntad y la razón no tienen nada que decir.

Del “divorcio sin culpa” al “divorcio sin causa”. Tanto el matrimonio como su disolución adquieren el carácter de simple episodio, en el sentido de Milan Kundera: ni consecuencia inevitable de una acción precedente, ni causa de lo que sigue. España ha jugado en este campo, una vez más, un papel pionero con la introducción del “divorcio exprés”. En palabras de la entonces vicepresidenta Fernández de la Vega, “a nadie hay que preguntarle por qué se separa”. La vicepresidenta no estaba sola en esa apreciación: -“¿El Gobierno ha hecho algo bien?”, preguntaba El País en 2006 a María Dolores de Cospedal, candidata del PP a la presidencia de Castilla-La Mancha. -“Hay una ley que me gusta: lo que llaman divorcio exprés”, era la respuesta de Cospedal.

En un plano más anecdótico, recuerdo mi época de estudiante y la comparo con la actual. Cuando en alguna ocasión no queríamos estudiar o ir a clase, decíamos sin más: -“No me da la gana estudiar, no me apetece ir a clase”. ¿Qué dicen en igual situación los estudiantes de hoy? –“No me siento motivado”. Como si la motivación fuera una especie de radiación cósmica, independiente de nuestra voluntad y que nos viene del exterior. Si falta, habrá que acudir a remedios técnicos -pastillas, terapia, coaching- o al cambio de centro educativo. Pocas veces se planteará la necesidad de incidir en el propio yo: eso da miedo, es más fácil mirar fuera.

Todos, actores individuales y sociales, tendemos a atribuir a circunstancias externas la culpa de nuestras desgracias. Siempre son otros los responsables: los mercados financieros; la Merkel; las agencias calificadoras de riesgo; el Gobierno o la oposición; el otro cónyuge, los hijos, los padres; el sistema educativo; al paso que vamos, en breve también lo será la sequía.

Esa no es buena estrategia. Aparte de que no funciona, nos priva de una de las más liberadoras y enriquecedoras experiencias: la secuencia integrada por el reconocimiento de los propios errores, el arrepentimiento -y, en su caso, la petición de perdón-, la vuelta a empezar después de rectificar el rumbo. Si ya el regalo del perdón entre los humanos alivia nuestra conciencia, la reconciliación con Dios nos regenera por completo. Se trata, en definitiva, de basar nuestra vida en la verdad. La aceptación de la realidad es requisito imprescindible para una existencia lograda.


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