Recibo de Alejandro el texto que sigue, publicado hoy también en Diario de Navarra (sin link a Kisosco y Más, €). Añado esto último para que los lectores comprendan el sentido también local de lo escrito.
En el correo en que lo envía, añade: "Es un tema sobre el que ya he escrito otras veces, pero me temo que habrá que seguir haciéndolo mientras continúe de triste actualidad."
Esperemos que esa triste actualidad no dure demasiado tiempo, o al final no nos creeremos que en España se vive la democracia al mismo modo y estilo en que se hace en los países vecinos.
Se veía venir desde hace semanas: finalmente, el presidente de Alemania, Christian Wulff, ha dimitido. La justicia determinará si delinquió; en cualquier caso, se trata de un asunto de menor cuantía. Como tantas otras veces -en los países donde los políticos dimiten-, la perdición de Wulff no ha estado tanto en el incidente en sí mismo (un préstamo no declarado en su momento y unas vacaciones en la residencia de un amigo millonario) como en la ocultación de la verdad.
Clinton estuvo a punto de perder la presidencia estadounidense, no por haber vivido un affaire amoroso con la becaria, sino por haber mentido. Se acepta la debilidad humana, pero una vez que el culpable ha sido pillado con las manos en la masa, tiene que reconocerlo y actuar en consecuencia: dimisión, comparecencia ante el juez, restitución de lo robado, devolución del título de doctor…
La del presidente alemán se alinea con otras dimisiones sonadas de estas últimas semanas: el presidente del Banco Central suizo tuvo que renunciar porque su esposa se había beneficiado de información privilegiada en la compra de divisas; el ministro británico de Energía se ha ido por haber endosado a su mujer una multa de tráfico… en 2003.
Si comparamos esos episodios con la política española, llama la atención lo fino que se hila en esas democracias europeas. Lo que entre nosotros apenas merecería una alusión de pasada en cualquier debate o crónica, allí provoca un auténtico escándalo, capaz de arruinar las carreras políticas más asentadas o prometedoras.
Estos días asistimos al enésimo acto de dramas -o tragicomedias: uno se siente perplejo a la hora de denominarlos- como Gürtel, los ERE andaluces o las remuneraciones de los políticos en los consejos de las cajas de ahorros (Caja Navarra incluida). Aquí pueden ocurrir cosas gravísimas, por su naturaleza o por la cantidad de dinero en juego -mil millones, en el caso de los ERE- y no pasa nada.
Los partidos y gobiernos sostienen a su gente más allá de toda lógica, y a los implicados ni se les pasa por la cabeza la posibilidad de dimitir. Y si alguno sucumbiera a esa tentación, puede contar con que el partido no le dejará en la estacada: al cabo de no mucho tiempo se verá convenientemente retribuido con algún nuevo cargo.
Desgraciadamente, en Navarra también contamos con una rica experiencia en este campo. En los años ochenta y noventa incluso estábamos en primera línea: Roldán, Urralburu, Aragón, Otano. Afortunadamente, hemos superado esa cultura del pelotazo a lo grande y ahora la corrupción adopta dimensiones más modestas, proporcionadas a nuestro pequeño papel en este mundo globalizado: desde la caja B del Ayuntamiento de Cintruénigo hasta los líos urbanísticos de Egüés pasando por la adjudicación de las VPO en Orkoien. Corrupción a pequeña escala, pero corrupción al fin. No hay motivos para la autocomplacencia.
¿Qué se puede hacer con nuestra recalcitrante clase política, siempre dispuesta a volver a las andadas? ¿Cómo lograr entre nosotros una cultura cívica similar a la de alemanes, suizos o ingleses? Lo primero sería no caer en el simplismo: es verdad que algunos políticos no están a la altura, pero otros muchos son honestos y trabajadores.
Hay que apoyar y premiar a los buenos, aunque no sea más que con palabras de ánimo a través de las redes sociales y con el voto en las elecciones: que sientan que no son gente rara, que la ciudadanía está con ellos.
Y no hay que cansarse de denunciar a los malos. Los expertos en comunicación saben que para lograr que un mensaje llegue a calar en el público, hay que repetirlo sin cansancio, con ocasión y sin ella. Lo mismo vale para la denuncia: la reiteración de las conductas indeseables no puede llevar a un embotamiento de la conciencia ciudadana. Con demasiada frecuencia, la gente de a pie nos hacemos cómplices de la corrupción cuando la consideramos inevitable y respondemos con un simple encogimiento de hombros.
Otro elemento destacable de la crisis alemana: Angela Merkel ha anunciado que negociará con los partidos de oposición un candidato de consenso para ocupar la presidencia. Nuestra crisis no es comparable a la alemana, estamos mucho peor que ellos. ¿Para cuándo el consenso entre nuestros partidos en tantas cuestiones fundamentales? Los asuntos en juego lo requieren, y la ciudadanía lo espera con impaciencia.