Klaus Koppel odiaba los codesos. Bueno, en realidad odiaba cualquier cosa concreta, tangible, alejada de los números y las fórmulas. Su vida, noctámbula y misántropa, flotaba entre dos estrechos márgenes: las once dimensiones del universo y las explosiones de las supernovas tipo Ia. Sin embargo, y como decíamos, odiaba especialmente los codesos.
Cada mes de mayo, las 800 hectáreas del Observatorio amanecían cuajadas de flores amarillas. Y con la misma puntualidad llegaba la maldita alergia. Esa gota líquida de moco, permanente en la punta de la nariz. Tan fastidiosa. Una vez estornudó sobre el espectrógrafo de gases y se tiró dos semanas para arreglarlo. Y peor fue lo del Congreso de Meteoroides, cuando la gota se le congeló sin darse cuenta por acercarse demasiado a la bombona de nitrógeno líquido. Ninguno de sus compañeros tuvo la misericordia de comentarle la presencia de aquel tremendo carámbano, aquel rotundo estandarte gélido, erguido durante la mayor parte de su charla sobre las condritas carbonáceas.
Klaus no era un tipo popular y por eso nadie le avisaba de sus mocos. Ni tampoco de que a veces se ponía la camisa del revés. O de que las luces traseras del coche las tenía fundidas desde hace una década. Pero había una cosa que el doctor Koppel estimaba más aún que las supernovas y los agujeros de gusano: el tibio recuerdo de aquella cama doble, alguna vez doblemente ocupada.
* Ejercicio de improvisación literaria
(Univ. Europea de Canarias, abril de 2014)