Por Winston Orrillo
Porque el cine, que el creó y difundió en el ICAIC, se propuso nada más que eso: abrir los ojos del mundo entero hacia el espectáculo inédito de una revolución -la primera y única- socialista en nuestra lengua plural.
Y pluralidad fue, precisamente, lo que Alfredo nos enseñó en esa labor pionera de integrar, en imágenes indelebles, el mundo multiforme de la Revolución Socialista, martiana, fidelista y, al fin y al cabo, tan originalmente nuestra como la guayaba y el mojito, como las Cargas al Machete o esas mujeres impertérritas que fueron asomando sus rostros -para no borrarse jamás- y que se quedaron en nuestras retinas asombradas.
Alfredo Guevara fue uno de esos creadores silenciosos, cuyos pasos inconsútiles aún se seguirán oyendo, en los estudios del ICAIC y donde una cámara este aprehendiendo las imágenes de las revoluciones que nacieron a partir de ésta: porque cuando nosotros pensamos en las imágenes primigenias de aquellos años aurorales y en los más recientes, siempre, permanente, con ese saco que sabía ponerse encima de sus hombros, y esa mirada profunda que sabía darnos una lección de tolerancia, de apertura, a pesar de que su fidelismo -que implica fidelidad a los principios y al eviterno Comandante en Jefe- era a toda prueba.
Alfredo Guevara es esa raíz que, hoy en día, el Cine Cubano puede ofrecer a un mundo multipolar pero siempre basado en el contenido abierto y cada vez más esclarecido y esclarecedor que se da, en especial, cada mes de diciembre, cuando, en La Habana, confluyen las voces multiformes de las cinematografías del mundo entero en ese Festival, creado por él, y que, con toda seguridad, ha de llevar su nombre inmortal, cuando en realidad siempre lo tuvo.