Revista Espiritualidad

Alfredo y el presostato

Por Juanantoniogonzalez

A veces sientes que la vida se te echa encima. Y si además te ocurre a las 7,15 de la mañana, intuyes que el día será diferente. Como era de esperar por esas leyes de la metafísica, el agua caliente dejó de caer sobre mi cuerpo oculto bajo una capa de jabón. El grito fue estremecedor. Tanto que los vecinos se agolparon en las ventanas del patio interior del edificio. La curiosidad siempre asoma la cabeza por cualquier hueco.

   Envuelto en una toalla y temblando de frío, me acerqué al termo. Había dejado de funcionar. Lo desenchufé y lo volví a enchufar. Nada de nada. Pensé que podría pasar alguna vez, pero que hubiesen programado su obsolescencia programada mientras me encontraba bajo la ducha, eso sí que no me lo esperaba.

   A las 9 de la mañana llamé al servicio oficial. Pedí que me mandaran a un fontanero. Amablemente me contestaron que ellos no tienen en plantilla fontaneros, que en todo caso podrían enviarme a un técnico especialista en conducciones de aguas y equipos de calefacción. Pregunté por el presupuesto y, mucho más amablemente que antes, me dijeron que la visita sería 38,50 euros, sin impuestos, tasas ni otros contratiempos.

   Cinco horas después, Alfredo entró por las puertas de mi casa. Uniformado debidamente de técnico especialista en conducciones de aguas y equipos de calefacción, se lanzó sin demora hacia el termo. Su mirada se iluminó. Sólo con verlo, sin abrirlo, me dijo el nombre del termo. Miiré a Alfredo con ojos de disculpa. Le dije que a pesar de llevar cinco años en la casa no había tenido el gusto de conocer cómo se llamaba el termo en la intimidad.

   Previa flexión corporal para extraer de su maletín las herramientas correspondientes y mostrarme el último modelo de Piojito´s Klavin Kein, se dispuso diligente a la reparación del termo cuyo nombre de modelo ya he olvidado. Tras diez minutos de silencios y conversaciones de la situación mundial de la pandemia y derrocar al gobierno en 24 horas, me dijo que había localizado el problema: el presostato no funciona.

   Como la curiosidad también se asoma por la boca, en este caso le pregunté qué era el presostato. Su mirada se clavó en mí. El silencio se hizo entre los dos. La música de duelo pistolero sonó de fondo con el volumen aumentando por momentos.

-¡Caballero!, es el presostato.

-Claro que sí-, afirmé.

-¡Señor! (ahora me había cambiado de título), el presostato lo dice su propio nombre.

-Claro que sí, volví a afirmar.

En ese instante, el presostato me había vuelto ignorante, y pensé en hablarle de la usucapión. Pero me abandoné a la sensación de la cobardía, porque nunca sabes a quién puedes tener al frente de un duelo lingüístico.

Mientras terminó de ajustarse los Piojito´s Klavin Kein, acabó de colocar la tapa. Tiene usted termo para otra temporada, me dijo con esa sonrisa de gladiador que había derrotado a los leones. Eso sí, ahora Alfredo no llamó al termo por su nombre íntimo, porque supongo que después de haber conocido a tantos a lo largo de su vida, es natural que se le olvide.

– ¿Cuánto es la gracia?, le pregunté.

– ¿Lo quiere usted con factura o sin factura?, me contestó.


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