— Todo lo que tenía que aprender ya lo he aprendido.
Una afirmación rotunda, acompañada de un fruncimiento que delataría a la más discreta de las soberbias. Estar de vuelta de todo, o la ilusión de estarlo, con la seguridad adherida a la mandíbula, que desciende ligeramente hacia una posición más agresiva, en concordancia con las cejas, mientras va articulando la mentira.
Debe ser difícil llegar a cierta edad con la convicción de haberlo hecho todo. Y si aparece la sospecha de que dejamos algo en el camino, nuestra cabeza se encargará de convencernos de que no mereció la pena. Es entonces cuando la experiencia se convierte en el único analgésico al que recurrir, en el momento en que te rodean la juventud y la energía. El valor a destacar cuando comienza el declive. El cuerpo se vuelve lento, pesado, rígido. De pronto hay más piel de la necesaria, y la tierra pasa a reclamar lo que es suyo, con más insistencia que nunca, por medio de la gravedad. La experiencia es el único asidero a mano. La experiencia y la sensación de que, en palabras de Jorge Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor. Las batallitas se convierten en el discurso por excelencia, en un vano esfuerzo por revivir las historias que en estos tiempos ya no suenan tan emocionantes. Tampoco contribuye a la causa el hecho de que tengan que repetirte todo tres veces, con intensidades crecientes, debido a que tu umbral de audición está pidiendo a gritos un aumento de decibelios. Los que te rodean tienden a crisparse con mayor facilidad y modifican incluso su lenguaje, como si tu capacidad de comprensión se hubiera deteriorado a la vez que los huesecillos de tu oído. Abandonas tu condición de individuo para adoptar la forma de lastre, un lastre que cambia de manos cuando los músculos comienzan a resentirse por el peso. El respeto abandonó su puesto hace mucho y fue sustituido por una mezcla de indulgencia y remordimiento. Imagina digerir todo esto, contando con que aún puedas soportar tu propia carga de forma autónoma.
Fuente: taracronica.com
Pero llegar a los 90 años de edad con la necesidad constante de blandir el estandarte de la veteranía, y de enseñar los dientes cada vez que se cuestiona tu credo, no es más que la evidencia de que la debilidad ha sabido trascender la carne, y se ha ido afincando también en la mente, aunque de forma más soterrada. Cerrar la puerta al aprendizaje y atesorar lo recaudado (independientemente de su valor), como si de un síndrome de Diógenes se tratara, hace que se pierda el incentivo de comenzar cada día, de resetear la oxidada maquinaria y de, en definitiva, abrir alguna posible puerta nueva. Porque se supone que de eso se trata, que de eso va toda esta película.
No debe ser nada fácil. Sería todo un logro mantener viva la curiosidad y la sed de conocer hasta el último día. Procurando, además, que dicha sed no nos lleve siempre hacia los mismos asuntos tan polarizados. Con el ejercicio constante de la humildad y el direccionamiento del saber hacia cuestiones menos corrosivas y más edificantes. Con la experiencia como trilla, como bagaje para ilustrar a los aprendices, como conjunto de recursos para saber marcharse con la satisfacción de haber cumplido. Haciendo uso de la experiencia como se usan los arreglos que perfilarán nuestra banda sonora para la posteridad, siempre inacabada.
— Siempre hay cosas por aprender, abuela.