"Mi cementerio favorito ya no existe. Nunca lo vi. Es, era, fue el cementerio de los Inocentes, que hace un par de siglos ocupaba una superficie impresionante en el barrio de Les Halles, en París". También puedo afirmar que hay algunas partes de otros cementerios que son mis favoritas. Tampoco he visitado nunca esos cementerios, aunque estos sí que existen todavía. Y quién necesita verlos cuando nos los cuenta Mariana Enríquez. Dudo mucho que alguien pueda, por ejemplo, contemplar los cipreses del Cementerio Municipal Sara Braun de Punta Arenas, en Chile, y vivir la misma experiencia que me ha proporcionado la escritora argentina al describir esos "árboles muy altos, sin tronco, anchos: como misiles verdes enormes o, si uno lo piensa en términos sexuales, como gigantescos penes de un monstruo del bosque. Y hay muchos, no solo a un lado y otro de las avenidas, sino por todo el lugar. En la plazoleta de la entrada están uno al lado del otro, detrás de una sencilla cruz blanca. El cuadro es de una belleza aniñada, como si fuese el cementerio de Eduardo Manos de Tijera: muchos de los cipreses, además, están recortados de forma que, en la copa, les dejaron una especie de peluquita más ancha de hojas, lo que acentúa la referencia sexual pero también el surrealismo absurdo. ¿Parecen dedos de gigante, también, que salen de la tierra? Sí. Dedos de ogro con pelos en vez de uñas, que emergen del suelo del cementerio. Hay algo de Alicia en el País de las Maravillas, algo del imaginario de la literatura infantil que roza la perversión, la que se da la mano con la crueldad. Por supuesto es fabuloso: no hay otro cementerio así en el mundo, o al menos yo no tengo noticias, no con esta vegetación domada a la manera de un cuento de hadas. Los conos se extienden para donde uno mire, y casi que esconden una arquitectura funeraria fabulosa: son más emblemáticos que los mausoleos de los millonarios".
El Sara Braun tiene sus cipreses como cada cementerio tiene sus particularidades que le hace único. Sin embargo, son muchos los cementerios que comparten una historia similar. Y es que la historia de cada cementerio no deja de contar la historia de su ciudad, así como las historias de los muertos cuyos restos descansan en él cuentan las historias de los vivos. Como reflexiona Enríquez durante su visita al Panteón de Belén en Guadalajara, México, "en todas partes, más o menos, caminamos sobre mayor o menor cantidad de muertos. Hay muchos más muertos que vivos, es una verdad sencilla, y todos terminan hechos tierra". Algún día -más cercano en el tiempo que en la relatividad de nuestra efímera condición vital- también alguien caminará sobre nuestras tumbas.
El libro que os traigo hoy es un conjunto de crónicas sobre los viajes a diferentes cementerios de América y Europa que ha realizado la escritora Mariana Enríquez a lo largo de varios años. Suman un total de veinticuatro. Numerosas, como veis; variadas, también; pero son pocas de entre esas veinticuatro las que he leído con escaso interés. La mayoría de ellas las he vivido con auténtica fascinación. La bonaerense me agarra desde la primera frase de cada relato y no me suelta. Encadena párrafo tras párrafo. Crea una atmósfera especial. Mezcla la historia de los cementerios y la de muertos ilustres, desconocidos o simplemente queridos para ella con la idiosincrasia de las ciudades que los albergan, arte funerario y anécdotas personales. Y yo la sigo sin acusar el cansancio. Porque no camino, sino que floto. Las palabras de Mariana Enríquez actúan como un sortilegio que me conceden la cualidad etérea y tal pareciera que me mimetizara con esos ambientes en los que ella me sumerge y en los que la materia corporal se desvanece en polvo.
Por Mariana Enríquez sé que muchas tumbas del cementerio de Isla Martín García, en la provincia de Buenos Aires, tienen el eje horizontal de las cruces inclinado. Tal característica en tal cantidad es única en el mundo. La guía del cementerio se muestra esquiva cuando la escritora la interpela al respecto. Hay como una especie de misterio en ese lugar que, unido a la sensación de no poder escapar de esa isla a la que solo acude un barco al día y a los cortes nocturnos de electricidad para ahorrar energía, le imprimen al relato sobre ese cementerio una atmósfera inquietante. También me entero de que en Nueva Orleans no hay entierros, sino que las tumbas están sobre la superficie ya que la ciudad está sobre un pantano, "tan cerca de las napas que es como si flotara. Intentar una tumba bajo tierra es condenar al ataúd a salir flotando algún día, cuando el agua suba. Por eso, solo hay nichos, bóvedas, panteones". El único entre los numerosos cementerios de la ciudad en el que las tumbas están bajo tierra es el Holt, un cementerio para pobres e indigentes en los que cada parcela pertenece de manera gratuita a una familia siempre y cuando la mantenga limpia y cuidada. Mariana ama Nueva Orleans. "Desde que llegué a la ciudad", nos cuenta, "lloro de pura emoción una vez por día, porque la amo, la amo como se ama a un hombre. Estoy enamorada de la ciudad desde que vi alguna foto. La amo locamente y es la primera vez que la visito. Antes nunca tuve dinero para un viaje así. Y quizá sea la última vez". Sé que Highgate, en Londres, "tiene muros y parece una fortaleza: no es un lugar que da la bienvenida. Pero esa era la atracción. Uno enterraba a sus seres queridos en Highgate y los ladrones de cuerpos no la tenían fácil para ingresar y robar los cuerpos. Es una fortaleza porque es exactamente lo que se suponía debía ser" para evitar que los cuerpos fueran robados para investigaciones médicas. Igualmente, a pesar de que ya no existan los ladrones de tumbas, aún se conservan las rejas alrededor de estas en el cementerio de Greyfriars, en Edimbrugo. Aprendo que las ofrendas sobre las tumbas son variadas. No sé si dicen más de los vivos que las depositan o de los muertos a los que están destinadas, lo que sí sé es que hablan de cada cementerio y de cada pueblo. Tanto en el cementerio judío de Praga como en los cementerios israelitas de Basavilbaso y Villa Domínguez de Entre Ríos, en Argentina, lo que la escritora porteña observa sobre las tumbas son piedras. "Piedras, sí, porque en las tumbas judías no se dejan flores; algunos rompen la tradición, pero lo corriente es la piedra, que no se pudre, no se vuela, es una marca permanente, de peregrino", como si la piedra señalara la tierra prometida, promesa que en este caso todos tenemos asegurados que, más tarde o más temprano, se nos va a cumplir.
Pero Alguien camina sobre tu tumba no es solo un libro sobre la necrofilia de su autora, sino también de viajes. Así, viajo a la noche de San Sebastián y acompaño a la escritora a los cementerios de los Ingleses, Igueldo y Polloe. Allí entiende Mariana por primera vez "a qué se le aplica el adjetivo "umbrío". Así es este bosque de pinos, con su olor encantador mezclado con sal, la oscuridad húmeda donde vuelan murciélagos [...] y el suelo y los troncos cubiertos de babosas, enormes babosas que se desplazan con lentitud de siglos". Estoy con ella cuando viaja a Perth, "la ciudad de más de un millón de habitantes más aislada del mundo", en Australia Occidental, a visitar a su por entonces novio -más tarde marido-. Aprovecha la ocasión para visitar los cementerios de Rottnest Island y yo voy con ella. Lo que a mí más me gusta de ese viaje, sin embargo, es constatar lo desconocido y complejo que es ese gran país. "Australia es un país rico, casi opulento, pero tiene un problema en su sistema de salud; especialmente, en el de salud mental. Y así están estos enfermos, a la deriva, ninguno tan grave como para no arreglárselas solo". Los hostels como en el que se alojan Mariana y su pareja actúan en muchas ocasiones como improvisados hospitales psiquiátricos del país. Luego está -cómo no- el que probablemente sea el problema más grave del país y de difícil solución: la cuestión aborigen. Llego con la argentina a México -ese país que, en palabras del antropólogo Alfonso Alfaro, "guarda con la muerte una relación de privilegio"- después del Día de Muertos. También me lo pierdo, pues, pero aún puedo admirar junto con Mariana los restos del festejo. En Edimburgo nos sorprendemos al visitar Greyfriars de que la mayoría de personas que acuden al cementerio lo hacen en busca de los personajes de Harry Potter, es decir, de los muertos cuyos apellidos escogió J. K. Rowling para darles a los personajes de su famosísima saga. Ambas sentimos cierto encono al llegar a Praga por ser esta "una ciudad sepultada por su propia maravilla, [...]. Una ciudad que todo el mundo quiere ver y que, de tanto verla, la dejaron sin brillo, como a una atracción de feria vieja y solitaria a pesar de la marea de visitantes que sigue espiando tras las rejas para ver la cola de sirena, las escamas ya opacas. Pienso en el tan citado mito acerca de que una fotografía te roba el alma". Es esta una reflexión que la autora hace en algún otro viaje, si bien se reconoce partícipe de esa masificación turística que arruina la esencia de algunos lugares. Por mi parte, bien sé que ninguna fotografía le puede hacer justicia a las hermosas imágenes que Mariana Enríquez me ha proporcionado con sus palabras durante esta lectura. El alma de los lugares que ha visitado ha quedado bien preservada en sus páginas. Señalar, no obstante, que, a pesar de nuestra reacción inicial, tanto Mariana como yo terminamos por resistirnos a abandonar la bella Praga aunque no nos queda otra que partir de ella con anticipo de nostalgia.Como ya os he comentado, la mayoría de cementerios -especialmente los europeos- comparten una historia común. Los camposantos adyacentes a las iglesias terminaron -habitualmente debido a alguna plaga o epidemia- por quedarse pequeños y fueron por ellos trasladados a las afueras de la ciudades. Pero si hay alguno de entre todos los cementerios reunidos en este libro que tiene una historia fascinante y peculiar, no es otro que el cementerio de los Inocentes, citado al inicio de esta reseña. Mariana Enríquez se encontró con él por primera vez en El perfume, la conocida novela sobre el perfumista asesino Grenouille escrita por Patrick Süskind. La segunda vez que topó con él -y no deja de sorprenderle que sea un cementerio tan poco utilizado en la ficción- fue en las Crónicas Vampíricas de Ane Rice, una de sus lecturas fetiches.
Los Inocentes existió desde el siglo XII y fue ampliado varias veces. A los ricos les correspondían sepulturas cerradas. Los cadáveres de los pobres, en cambio, eran arrojados a fosas comunes de gran profundidad que se mantenían abiertas hasta que se llenaban. Sobre el siglo XIV se estableció la costumbre de retirar los huesos más resecos de las sepulturas viejas para dejar sitio a las nuevas. Los huesos extraídos se amontonaron en las galerías o en los costados de las bóvedas. A esas galerías y a los osarios sobre ellas se les llamó charniers. Se trataba de "fosas comunes pestilentes, galerías de huesos a la vista: la muerte reinante, obscena, al aire". "La circulación del aire en estas galerías hacía que lo que quedara por descomponerse en los cuerpos se desintegrara a gran velocidad. El olor debía ser insoportable. A Los Inocentes le decían mange-chair "los Inocentes no era un lugar del horror, abandonado, esquivado. Era un lugar público, que muchos visitaban". Es más, había gente que vivía en el cementerio, y no me refiero tan solo a los cuidadores del mismo. Las galerías de huesos actuaban también como galerías comerciales. El cementerio debía de "ser un lugar peligroso y a la vez pintoresco, un infierno donde se podía escribir una carta o tener sexo con una mujer cerca de la fosa común". A mediados del siglo XIV, para que las familias pudieran saber dónde estaban enterrados sus seres queridos, comenzaron a marcarse las tumbas con cruces. Nadie antes le había dado importancia a esto. De todas formas, con tantos huesos removidos y amontonados, tampoco tenía mucho sentido identificar los lugares de sepultura. No fue hasta el siglo XVIII que la relación de los vivos con los muertos de los Inocentes cambió. Lo que antes era convivencia natural se tornó repugnancia y temor. Las emanaciones del cementerio comienzan a considerarse peligrosas y la descomposición de los cuerpos se asocia por primera vez con la enfermedad y las epidemias. Las condiciones de insalubridad hacen que se comience a plantear el traslado del cementerio a las afueras de la ciudad. Es entonces, a finales de 1779, cuando una fosa común de los Inocentes sufre una filtración de aire que invade tres casas vecinas, afectando meses después, con el calor del verano, a más viviendas del barrio. Grandes fogatas acompañan los trabajos de desinfección para limpiar el aire. La imagen es poéticamente dantesca: "El cementerio iluminado de noche, las hogueras entre los huesos, alimentadas con restos de ataúdes". Pero todo es inútil. Es el fin del cementerio. "Los Inocentes fue aniquilado con brutalidad, pero trasladaron los cadáveres con respeto". Los innumerables huesos se llevaron a unas antiguas canteras que pasarían a llamarse catacumbas. "El traslado debió ser impresionante". Imaginaos: "los huesos se movían de noche, en carruajes recargados y cubiertos por paños negros, acompañados de antorchas, mientras unos monjes cantaban el Oficio de Muertos. Cada noche atravesaban la ciudad, por la ruta, hacia las canteras. Se usaron más de mil carruajes para transportar los huesos". El traslado de todos los huesos de todos los cementerios de París concluyó en 1814 y París creció tanto que esas catacumbas que antaño fueron un lugar apartado hoy se encuentran en el céntrico barrio de Montparnasse. Ni que decir tiene que Mariana Enríquez ha visitado tanto el osario de las catacumbas como ese cementerio de muertos famosos que es el de Montparnasse.; en castellano, "come-carne". Un cementerio voraz". Contra lo que se pueda pensar, por aquel entonces
Pero los Inocentes no es el único lugar que ya no existe que ha fascinado a la escritora argentina y con el que ella me ha fascinado a mí. En un cementerio que existe y que se puede visitar existió una vez un lugar especial. Rectifico: el lugar sigue existiendo, aunque no está señalizado y por tanto no se conoce a ciencia cierta su ubicación; lo que ya no existe es lo que lo hacía especial. Rectifico de nuevo: lo que hacía especial ese lugar sigue existiendo, pero se ha trasladado y al verse despojado de su ubicación natural ha perdido su magia y su encanto.
De esa manera lamenta la bonaerense que la obra de la escultora Sylvia Shaw Judson fuera trasladada al museo Telfair. Sin embargo, no piensa visitarla. Sabe que fuera del Bonaventure esa estatua ya no es su niña de los pájaros (si alguno de vosotros quiere verificar esto puede ver la , sí se alegra de desconocer el punto exacto en dónde estuvo la "Cuando me obsesioné con Savannah" , nos cuenta Mariana Enríquez, "fue por una foto tomada en ese cementerio que está en la tapa de Medianoche en el jardín del bien y del mal " , continúa. "Se llama Bird Girl y la sacó en 1993 un nativo de Savannah, el fotógrafo Jack Leigh. Muchos creen que parte del éxito del libro se debe a esa foto. Y les doy la razón sin mirar un estudio de marketing, nada más que por sentido común: es la foto más fantasmagórica, sugerente y romántica del mundo. La niña delgada carga en cada mano un plato para que beban los pájaros, lleva el pelo corto, un casquete cortado justo debajo de la nuca, el vestido antiguo y recto de mangas cortas revela su pecho chato y la falta de caderas; tendrá diez u once años. Es de bronce, está parada en un cementerio que más bien parece un bosque con lápidas lejanas, tantas ramas y tanto musgo que no se ve el cielo, apenas una luz a sus espaldas, muy tenue. La foto es así, pero hay que verla. Verla y enamorarse y pasar años soñando con sentarse frente a esta niña, bajo los robles, en una ciudad con un nombre que suena a río y a verano". Mariana pasó años soñando con sentarse frente a esa niña. Lleva enamorada de Savannah desde que vio la adaptación que hiciera Clint Eastwood de la novela de John Berendt, de esa ciudad "lánguida y apacible, en perpetuo domingo, hermosa y pequeña como un jardín secreto". Ella quiere visitar el Bonaventure Cemetery por la mística que de esa ciudad promete esa foto y yo creo que en algún momento terminaré leyendo la novela de Berendt solo porque Mariana Enríquez me ha puesto la miel en los labios con ella. Lo que no sospecha la escritora es que nada más llegar a Savannah se va a enterar de que la estatua de esa niña tuvo que ser retirada del cementerio que la albergaba. La fama que le dio tanto la novela como la película era tal que sufría un intenso acoso por parte de los turistas, llegando incluso a temerse que fuera robada. "¿Cómo no me enteré antes? ¿Qué estuve haciendo cuando planeaba este viaje, por qué estaba tan segura de que todo sería como lo imaginaba? ¿Por qué creía que Savannah era mi ciudad secreta, que pocos conocían a la niña del cementerio? ¿Qué paisaje mental armé para no comprender la enormidad que significa estar en la lista de bestsellers del New York Times por más de doscientas semanas?" Bird Girl inmortalizada por Leigh aquí y la misma estatua en el museo que la alberga actualmente "avergonzada porque, de algún modo, yo también tengo la culpa de que la nena de los pájaros ya no esté donde debería estar y de que este hombre se haya muerto y de no poder ver colgadas sus maravillosas fotos que guardo en casa, en su libro The Land I'm Bound To" Bird Girl, así como el de la tumba de Jack Leigh, que está enterrado en el Bonaventure, pues "es hermoso que sea así. Que se preserve un mínimo misterio, un pequeño secreto oculto a los turistas gritones que quieren saberlo todo". aquí). Lo que sí siente es no poder visitar la galería Southern en la que podría haber comprado una copia de la fotografía de Leigh así como admirado el resto de su obra, ya que la galería cerró tras la muerte del fotógrafo. Y, aunque no puede evitar sentirse tonta y
Os habréis dado cuenta de que la escritora argentina tiene cierta tendencia enamoradiza y mitómana respecto a determinados ambientes y representaciones artísticas. En este libro nos cuenta que se enamoró de los cementerios en 1997 durante su visita al Cementerio Monumetal de Staglieno, en Génova. Es el primer viaje del que da cuenta en este libro y también el primero en orden cronológico. Tiene entonces veintitantos años y viaja a Italia con su madre. Pero no solo se enamora allí del Staglieno, ese cementerio de maravillosas escultoras fúnebres en las que Eros y Tánatos parecen darse la mano uniendo así -como, por otra parte, siempre están intrínsicamente unidos- la vida y la muerte, el placer y el dolor. En Génova conoce a un músico callejero. Lo que para su madre es un chico con pinta de drogadicto para Mariana responde a su "idea de belleza, que es turbia y pálida y elástica, oscura y azul, un poco moribunda, pero alegre, más atardecer que noche". Igualmente, cuando en la visita nocturna a los cementerios de San Sebastián de años después es sorprendida junto a sus dos acompañantes por unos policías, la escritora no podrá evitar fijarse en uno de ellos por considerarlo guapo y atractivo. Curiosamente, una de sus acompañantes comentará después que ese policía parecía un vampiro.
A ese mismo ideal de belleza respondía Ritchie Edwards, el desaparecido guitarrista de Manic Street Preachers, la banda favorita de Mariana Enríquez. Aunque Alguien camina sobre tumba no puede considerarse un libro de autoficción, sí que su autora comparte algunas cosas personales que vienen al hilo de sus viajes y excursiones fúnebres. Es por ello que nos cuenta que en 2001 viaja a La Habana para ver en concierto a su banda favorita y, ya de paso, visitar la Necrópolis de Colón. A mí, sin embargo, lo que más me fascina de ese viaje es Albertico, del cual consigo averiguar que se trata (o trataba) del escritor de literatura infantil Albertico Yáñez. Un amigo en común le dice a Mariana que ella y Albertico se van a amar, como así resulta ser. Confieso que yo también me he enamorado del Albertico que Mariana ha recreado para mí, del Albertico que "tenía algo anticuado, era extremadamente gracioso (voluntaria e involuntariamente), ansioso y demandante, cariñoso e inteligente. También se hacía mucha mala sangre y prefería olvidar, aunque tenía espantosos arranques de melancolía. Salía a caminar como loco, hasta que se destrozaba los zapatos", del que "vivía en un mundo hermoso y a ese mundo te llevaba y ahí la realidad no era importante. No era un mecanismo de defensa ni ninguna tontería así: era una decisión. Albertico también tenía su lado oscuro y con eso era suficiente, no hacía falta oscurecer lo demás".
Dieciocho años después de ese concierto de los Manic Enríquez viaja a Londres. Allí visita el cementerio de Hihghgate. El objetivo de esa visita es tomarse una foto junto a la tumba de Karl Marx. Y no, la porteña confiesa que "no siento mayor atracción por el comunismo pero hoy siento nostalgia por todo, especialmente por lo que no conozco. Siento pena por todas las vidas perdidas, los caminos posibles nunca tomados, cada encrucijada, cada decisión". Ese viaje a Londres representa para ella el "fin de juventud, una despedida planeada y por eso más teatral, con rituales específicos", y uno de esos rituales es la foto en la tumba de Marx sencillamente porque los Manic Street Preachers tienen una serie de fotografías tomadas allí y por lo tanto esa peregrinación a ese lugar es común a "todos los fans de mediana edad que añoramos un mundo imposible".
Lo que no ha cambiado desde la juventud de Enríquez hasta su llegada a esa mediana edad -cómo odio esa expresión, así como la de tercera edad-, es su deseo de ser enterrada -más bien de que sus cenizas sean arrojadas- sombre una tumba particular del Cementerio de la Recoleta de Buenos Aires. Pertenece a Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales, y la ha escogido por su epitafio, que reza así: "Aquí no hay nada. Solo polvo y huesos. Nada".
En 2020 la escritora visita la Recoleta con unos amigos. Busca esa tumba para enseñársela, pero no la encuentra. No sabe si han quitado la placa por algún motivo o si tal vez se haya equivocado de lugar. Siente angustia. Sin el epitafio, esa tumba no le sirve como lugar de reposo de esa nada que será. Se hace la promesa de volver en unos días para buscar bien la placa o preguntar qué ha pasado con ella, pero se decreta el confinamiento por el coronavirus y no puede cumplir su propósito. No sé si después volvió. No sé si averiguó. No sé si tuvo que buscar otro destino final para sus cenizas. Esa visita a la Recoleta representa cronológicamente la última de este libro (también constituye su final -amén de un epílogo con cementerios que la escritora desea visitar y de los cuales deseo que algún día nos cuente-). Me quedo con la incertidumbre. La vida, precisamente, es eso: una incertidumbre cuya única certeza es la muerte. Supongo que por ello buscamos como conjuro la perennidad de la palabra grabada en piedra como epitafio, para que cuando alguien camine sobre nosotros tenga la constancia de que alguna vez existimos y asimismo recordarles a los portadores de esos pies, cual si fuera una broma macabra, la frase de bienvenida con la que los arcos de acceso al cementerio de Polloe en San Sebastián recibe a sus visitantes: "Pronto se dirá de vosotros lo que suele ahora decirse de nosotros: ¡¡Murieron!!"
En 2011 Mariana Enríquez recibe una invitación de una amiga y compañera de trabajo. La invita al entierro de su madre. Por fin, después de tantos años desaparecida, puede darle sepultura. Argentina es un país -creo que, de algún modo u otro, no hay ninguno que se libre- en el que se camina sobre muertos. Esa idea está de algún modo palpable en algunos de los cuentos que la escritora me regaló hace algunos años en Las cosas que perdimos en el fuego. En la invitación que la escritora recibió podía leerse lo siguiente: "Caminaremos cinco cuadras hasta la casa donde fue secuestrada para poner una baldosa con su nombre en la vereda y luego partir hacia el cementerio, donde finalmente descansará en paz, junto a sus padres ya fallecidos, allí donde se pueda leer su epitafio". "Donde se pueda leer su epitafio", repite Enríquez más tarde para sí sin poder evitar añadir mentalmente: "Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui. A lo mejor ya nadie sabe mi nombre, pero alguna vez alguien me recordó". A lo mejor -con suerte- alguna vez somos para alguien como los Inocentes o la Bird Girl del Bonaventure: presentes aunque inexistentes. Creo que es lo máximo a lo que podemos aspirar.
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