Si se coloca en un punto estratégico de la habitación, puede contemplar el cielo y, a la vez, la luna reflejada en el cristal de la ventana abierta. No mira la puesta de sol, sino el color en que se queda el cielo tras el atardecer. Para ella ese es el atardecer más real, el que permanece dubitativo, de un color indefinido. Hoy la línea que separa el rosa del azul es muy clara y no desdibujada como otras veces.
Las ventanas de esa casa son cuadros de museo y no piensa compartirlas con cualquiera. A veces se respira paz, otras la televisión está siempre encendida y no le permite dejar de pensar.
Le pregunta por su manera innata de reaccionar ante ciertos momentos. Ira, ansiedad, depresión. No le contesta al momento, quiere pensar un poco su respuesta.
-Aunque no te lo creas, te diría que depresión, pero no siempre me dejo sentirla-. Recuerda cuando volvía a casa después de pasar la tarde y parte de la noche bebiendo con sus amigos, se tumbaba en la cama y escuchaba música o miraba el móvil solo para olvidar lo triste que estaba, lo mucho que lo echaba de menos.- Intento estar siempre ocupada para no permanecer en ese estado durante mucho tiempo.
-Bienvenida a mi mundo, siempre estoy en la calle para huir de mi ansiedad.
Él fuma, la terraza está a oscuras, los girasoles están marchitos. Le maravilla el cielo y a ella le maravilla tenerlo allí, donde sacaba el sofá con J. y le leía novelas.
-Yo soy de ciudad, me encanta el metro, las calles con humo, caminar a todos lados con un petardo en el culo -se había jactado él unas horas antes.
Ahora solo silencio. Las estrellas, no tan bonitas como en partes del mundo que habían pisado pocos, brillaban con fuerza. Esos cielos que ahora ella recuerda parecen haber existido solamente en sueños.
-Corre el aire aquí, se puede respirar por la noche -afirma él con un tono de sorpresa en la voz.
-A veces solo necesito volver aquí y sentirme en casa. Salir del ruido -susurra ella.
En esa cama lleva mucho tiempo sin dormir nadie. La ventana está abierta, se oye alguna que otra voz en la calle, algún coche perdido en la noche, música lejana. Él le hace el amor, poco a poco, su lengua está húmeda. Le gusta la luz ambarina de las farolas iluminando el armario blanco, reflejada en el espejo, en las sábanas.
Terminan en jadeos silenciosos, besos con sonrisas intercaladas, piel con piel. Ella apoya la cabeza en su mano, inclinada hacia él.
-Si me sigues mirando así… -le dice él.
-¿Qué?
-Nada, qué voy a hacer yo contigo, ¿eh?
Y la abraza y esconde la cara en su clavícula y ella no se había sentido tan protegida en su vida.