Por Juan José Oppizzi
Y yo aquí narraré algunas de las paradojas que involucraron, en mi entorno, al hombre que honra el título. La primera es que supe de la existencia de alguien llamado Che Guevara justamente por la noticia de su muerte. A mis diez años de edad, escuché de modo vago que en mi casa hablaban de eso. Fuerzo la memoria y apenas recojo fragmentos de conversaciones, ya desprovistas de timbres y de rostros. Evoco, apenas sin el borroneo de la distancia, la sonoridad de esas dos palabras, las que yo unía, repitiéndolas, por simple juego fonético: “Cheguevara”. Ahora presumo –con buenas razones– que aquellos comentarios hogareños han de haber tenido un sabor muy típico de la época. Un año antes, el débil gobierno constitucional de Arturo Illia había sido echado de la Casa Rosada. Militares conducidos por el general Juan Carlos Onganía (y civiles conducidos por sus megatéricos intereses) asumieron el poder, no sin humillar groseramente al mandatario relevado, sacándolo a los empujones. A poco de andar, el dictador mostró delirios imperiales: entraba al predio de la Sociedad Rural (templo sagrado de la gran burguesía terrateniente) en una carroza tirada por cuatro caballos. Sus discursos revelaban un siniestro aire de perpetuidad. Pero el trasfondo de mayor peligro era su odio a todo lo que fuera estudio. Las universidades pasaron a figurar entre los objetivos prioritarios de la represión. Y el momento culminante de esa labor destructiva llegó durante el asalto, con tropas del ejército, a la Universidad de Buenos Aires. “La noche de los bastones largos” (una minuciosa paliza a alumnos y profesores, con su correspondiente añadidura de cárcel y expulsiones) significó el comienzo de una larga noche para el pensamiento libre. Entre miles de otras, dos palabras quedaron rigurosamente prohibidas: Che Guevara. Mi casa era un apéndice sociológico de esos tiempos. Vivíamos en el campo, en lo que en esta región del orbe se denomina “chacra”, parcela de pocas hectáreas y –en aquel entonces– de menos posibilidades, éramos parte del proletariado campesino; sin embargo, en ese ambiente prevalecía un rígido conservadorismo. Excepción hecha de los inmigrantes recién venidos de una Europa no tan lejanamente estrujada por el nazifascismo, el resto del campesinado creía –de la mano de las radios y los diarios cómplices o disciplinados por el régimen– que los estudiantes eran idiotas útiles, propagadores de ideas peligrosas; por lo tanto, su castigo, prisión o deportación (acaso también su muerte) era vista como una profilaxis social. No recuerdo haber oído pronunciar “Che Guevara” sino como sujeto para un predicado condenatorio, y exclusivamente en diálogos de intramuros; jamás en lugares públicos.
La historia –como suele ocurrir, pese a los intentos de ciertos historiadores– continuó marchando con su propia lógica, y así se llegó al momento en que los militares -y los más discretos civiles- que rodeaban al general Onganía se hartaron de sus veleidades de monarquía vitalicia y lo destituyeron en 1970. No obró en esta decisión ningún sentimiento altruista democrático, no; un levantamiento popular en la mediterránea ciudad de Córdoba (denominado “El cordobazo”) les informó que la presión de la olla social iba acercándose a grados críticos: un cuerpo de ejército en pleno se vio en figurillas para sofocar la rebelión. Tres años después se llamó a elecciones y la Constitución Nacional pareció volver a ser quitada de la categoría de alfombra para botas.
Mi adolescencia fue contemporánea de esa adolescencia del país. Hubo un período de tres años (1973-1976) en el que pudo hablarse nuevamente de todo lo que antes se prohibía. La figura del Che volvió a los ámbitos públicos; su biografía, sus fotos y su pensamiento se difundieron. Puedo afirmar que en esos años me encontré con él y que de ahí en adelante no nos separamos jamás; ocupa en mi apreciación el mismo lugar que los grandes hombres nacionales y mundiales; su efigie está, en mi espíritu, junto a la de los titanes que le dieron a la humanidad el fuego de un rumbo superador.
Pero la Escuela de las Américas seguía inyectándoles bestialidad a los castrenses alumnos que le venían de todas las regiones al sur del río Bravo. Y la adolescencia de muchos países latinoamericanos tenía las horas contadas. En la Argentina, el regreso del viejo líder Juan Domingo Perón –proscrito y exiliado durante diecisiete años– nos mostró a un anciano enfermo, con ninguna gana de encarar reformas sociales y políticas, cercado por un esotérico personaje llamado José López Rega, un ex cabo de policía que, amén de someter a la insignificante esposa del líder, María Estela Martínez, se transformó en el verdadero amo del país. En complicidad con los militares, formó un cuerpo de exterminio llamado “Alianza Anticomunista Argentina”, cuyas actividades fueron obvias y cuyos métodos fueron inéditos. A la muerte de Perón, en 1974, le siguió primero la expulsión de López Rega y luego el derrocamiento, en 1976, de María Estela Martínez –entonces Jefa de Estado por haber sido vicepresidente de su marido–, ya que los militares y sus mentores civiles, aunados al plan del atroz Henry Kissinger, no necesitaban ya de intermediarios para su labor.
En ese 1976 se produjo la segunda paradoja que involucró al Che: su nombre ya no fue sólo motivo de prohibición; se volvió pasaporte infalible para la muerte. Las bibliotecas, las cartas, los escritos políticos o cualquier forma de expresión que tuviera su nombre (o el de los pensadores, filósofos, líderes y personas puestos en las listas oficiales de censura) les acarreaba a sus poseedores el instantáneo pase a un limbo llamado “desaparición”. Según las cínicas palabras del general Jorge Rafael Videla –primer usurpador del cargo de Presidente de la República en esa etapa–, los desaparecidos eran una “entelequia”, no estaban ni vivos ni muertos. Luego de la restauración del orden constitucional, en 1983, se supo que la entelequia no era más que un horroroso eufemismo en el que entraron miles de personas torturadas y asesinadas.
Pero lo que no pudieron hacer los militares argentinos ni sus astutos auspiciantes civiles –como no pudieron los de otros países latinoamericanos, ni Henry Kissinger– fue borrar al Che. Acá, en mi país, volaba cotidianamente ya en el vocativo de uso habitual: “che”. ¿Cómo borrar un nombre que forma parte del lenguaje masivo? En Uruguay, Argentina y Paraguay el uso del “che” es tan frecuente como el del nombre de pila de las personas. Aunque fuese involuntariamente, el Che estaba en cada minuto de conversación de cada poblador. Además, de vez en cuando aparecía en los muros de cualquier ciudad su efigie, pintada en segundos sobre algún molde de papel.
Con el paso del tiempo, se produjo la readopción integral de Ernesto Guevara De la Serna como argentino; su presencia se asumió entre los elementos propios de nuestra historia y se incorporó al lenguaje de la sociedad.
Debo reconocer que tal proceso le deparó a la figura del Che las mismas vicisitudes ocurridas con otras figuras históricas argentinas, como San Martín y Belgrano, por mencionar algunas: ocupar un sitio de honor en el discurso general y no gravitar sobre la realidad. Ésa fue –y aún es– la tercera paradoja que lo rodea.
Sin embargo, su presencia en el inconsciente colectivo tiene una fuerza potencial que es siempre susceptible de volverse activa. Igual que todas las fuerzas que anidan en lo profundo de la humanidad, la simbolizada por el Che vigila, como Espartaco, aguardando el momento, y gravita, como la tierra misma, catalizando las ideas.
Imagen agregada RCBáez