Al cuarteto de Oporto
La noche está impregnada por un olor que recuerda vagamente al del mar; un olor húmedo, salado, que hace que la ropa se pegue al cuerpo como una segunda piel, a pesar de que la costa queda a muchos kilómetros. No corre mucho fresco, lo que aumenta la sensación de agobio e incomodidad. La brisa que comenzó a levantarse te parece una broma de mal gusto, al notar la calima. Al entrar en la Jefatura de Policía te recibe el tableteo cansino de un ventilador de techo, que pende sobre la cabeza del agente de guardia moviendo el aire viciado. Apenas hay nadie en el turno de noche; una tranquilidad que esperas no se trunque.
ni tan siquiera enciendes la luz
Subes los escalones que te llevan a la segunda planta, donde está el despacho que ocupas desde hace poco. A cada peldaño, la sensación de calor se hace más apremiante, te pone de mala leche pero poco puedes hacer para descargarte. Entras en al oficina y el aire viciado acaba por hacer el resto. Cuelgas el sombrero en el perchero, y haces lo propio con la chaqueta de hilo, la corbata y la camisa para aliviar la sensación de bochorno que no consigues quitarte de encima. Ni tan siquiera enciendes la luz, te basta con el resplandor que llega de la farola cuando abres las contraventanas para que entre el aire. Te quedas junto a la ventana cuando una punzada en el estómago te recuerda que no has comido nada desde el mediodía. Decides que más tarde bajarás al mesón del Marcelo.
Al ir a sentarse te das cuenta de que la Astra400 sigue enfundada en la parte trasera del pantalón. Se lo recuerda Marisa; para ser más exactos, su retrato, que tienes sobre la mesa del escritorio. Le devuelves la sonrisa que ella esboza, congelada en blanco y negro, recordándote que se te olvida algo. Coges el reloj de bolsillo que Marisa te regaló y nunca llevas cuando vas armado. Hay objetos que jamás deben ir juntos porque pertenecen a mundos diferentes que no deben mezclarse. Abres la tapa, sabiendo perfectamente que desde aquel día está parado en las 6.20, y ves la dedicatoria que no lees porque la conoces de memoria. Lo último que te hace falta esta noche es un ataque de melancolía. Decides no recordar, pero todo son recuerdos, no siempre malos. Ha pasado el tiempo, pero sabes que es insuficiente para que dejen de doler. Decides salir a cenar para atajar la nostalgia.
Tu mirada se cruza con la de los otros dos retratos que cuelgan de la pared y te entran las ganas de mandarlo todo a tomar por culo, antes de recapacitar, porque adónde vas a ir. Has servido a un rey con su dictador, luego a dos presidentes y ahora te observan un caudillo y un ausente. Y todos ellos necesitando quien les controle la calle; en el fondo todos le temen a ese mismo pueblo al que dicen escuchar. Un miedo compartido, disfrazado de falsa calma. Estás asomado a la ventana cuando alguien llama a la puerta. «Adelante», contestas, poniéndote la camisa a toda prisa antes de que alguien abra y apareciese del otro lado un gris sudando a mares, gorra de plato bajo el brazo. «¡Arriba España!», te dice, «Señor comisario, han encontrado a una chica muerta en la Manigua». Resoplas, preparándote para salir sabiendo que te debes olvidar de la cena. La mezcla que te presentan no augura nada bueno. «¿No coge su pistola?», se extraña el agente. Tanteas los bolsillos y sólo notas el reloj: «Así está bien», le respondes, invitándolo a seguirte.
Carlos Martínez Carrasco
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Ilustración: Adela Calvo