He intentado ir dos veces a Roma, pero no todos los caminos llevan hasta allá, como uno cree. Ya lo he contado antes: un día terminé en la Toscana y ahora, en este viaje que hice por Europa -desde abril hasta junio-, la ruta me guió hacia al norte, entre Milán, Verona y Venecia. La cosa es que Italia siempre se dibuja en mi mapa, a veces de manera grandiosa, avasallante y otras, más quieta, más como quien va caminando despacio, pero siempre con su café a punto, con su pasta al dente. No he ido a Roma, pero me he visto muchas veces caminando sus calles, aunque sea incapaz de mencionar el nombre de alguna. La sensación de vivir Italia siempre va mucho más allá de un plan trazado.
A ver, me han contado un montón sobre Roma: que es sucia, me dicen. Que es desordenada, ruidosa, pero que va dejando el asombro en la mirada, que cada esquina, cada tramo, merece una foto, un dato por anotar. Cuando me dan esa sinopsis, sonrío: yo vengo del caos y no me gustan las ciudades muy quietas. Si algo no funciona como se espera, no lo padezco tanto y vamos, no es conformismo. Venir del caos me hace resolver, no disolverme en detalles ideales y además, me hace abstraerme, porque me gusta tratar de entender las ciudades, cómo la gente se mueve en ellas, cómo los locales nos esquivan o nos cobijan. Siempre se me ha hecho difícil tratar de imaginar cómo sería vivir en una ciudad con tanto turismo, que cuando alguien se levanta para hacer la compra del día o salir al trabajo, el otro hace lo mismo, pero para llegar a la Fontana di Trevi temprano y tratar de captar una imagen sin tanta gente. ¿Y si me tocara pasar por ahí todos los días para ir al trabajo, sin chance a detenerme? ¿Me querría detener? ¿Me aburrirían los turistas? No sé, a veces pienso mucho. Roma me hace pensar.
Eso de la Fontana di Trevi es real. He leído historias de viajeros caminando al borde del amanecer, entre las calles oscuras y vacías para llegar ¿a tiempo? a lanzar la moneda y tener una buena foto, igual que alguna del Coliseo que debe ser grandioso de cualquier manera que se mire, con o sin gente. Les ha pasado que al llegar, sin importar la hora, ya hay varios más allí que se les ha ocurrido la misma idea, pero además se consiguen con la sorpresa de que las luces de la fuente están apagadas y entonces la foto ya no parece tan grandiosa. Una de mis maneras de vivir la ciudad es, precisamente, ver cómo la gente hace esas cosas. Recuerdo que cuando estuve en Pisa, me quedé a una cuadra de la Piazza dei Miracoli, donde está la famosa torre inclinada y que veía, altiva, desde la ventana de mi habitación, una imagen que recuerdo con firmeza. Todos los días me tocaba pasar por allí y desde muy temprano había un montón de gente cubriendo el lugar, haciendo poses cómicas que simulaban sostener, abrazar, besar la torre y se me iba mucho rato viendo todo eso. Nunca subí la torre, pero esa caminata era esencial para mí. Lo insólito es que cada noche atravesaba la plaza para llegar a mi hostal y entonces, estaba vacía, sin gente, con las luces encendidas. En esas caminatas nocturnas me tropezaba a uno que otro curioso y ese era mi momento preferido del día para sentarme a contemplar la historia que tenía delante. En fin, que me desvío.
No conozco Roma, pero me insiste. Se me aparece. A mí, que me gusta viajar sola, me encantaría conocerla acompañada, alejarme de ella un rato y volver. Por ejemplo, podría alquilar un carro y escaparme a Nápoles o Tivoli que están tan cerca que no podría no ir. En el camino, seguro me detendría a hacer alguna foto, me desviaría hacia algún otro lugar antes de llegar porque creo que eso es lo que permite Italia, que la curiosidad nos abarque todos los sentidos y en 250 km de distancia seguro hay razones para distraerse. Yo siempre imagino viajar desde Roma a otros lugares de Italia con mucha calma, como si no necesitara ir a otro país, si no perderme en su propio mapa. Quizá pase en algún momento.
Cuando comencé este viaje por Europa, iba a entrar por Roma. Pero hubo un viraje de planes, un cambio de fechas, de precios, de escalas y terminé en Estocolmo, al norte de todo. Ahora sé que estuvo bien así, que Roma no me iba a permitir la brevedad de ocho días que era el tiempo que me hubiese quedado en sus linderos y que tengo que reservar otro viaje para cuando pueda ir sin la urgencia de ver otros lugares. A mi Italia me trata bien, me perdona que no me guste el queso ni la pizza, y me regala cantidad de croissants con crema, de café que suelo no tomar, pero al que no le puedo decir que no. Me llena de sensaciones, cubre todos mis recuerdos, y por eso me gusta volver.
A Roma no la conozco, pero me sé la forma de su mapa. No sé los nombres de sus calles, ni a dónde debo ir, ni qué es exactamente lo que se espera que vea. Por eso viajo sin prisa y trato, mientras pueda, de quedarme muchos días en un solo lugar, para que no me gane la premura de ver, y así entender la ciudad con calma. Eso hice durante este viaje: no consultaba el mapa si no dos o tres días después; no leía nada, porque esa primera caminata de curiosidad era esencial para mí... perderme, no entender dónde estoy o quizás, no perderme y encontrarme en todas las esquinas.
Algún día, podré contar a Roma según la vaya entendiendo. Mientras tanto, seguiré postergándola sin tristeza y convirtiéndola en uno de mis pendientes más absolutos. Seguiré revisando su mapa y trazando rutas posibles, porque la idea de alquilar un auto en Roma me seduce, cobra sentido en mi mente. Roma podría ser un viaje distinto, con otras inquietudes, sin la prisa de tomar un tren o algún autobús. Roma será un viaje para mis adentros, quizá por eso me he tardado tanto. Algún día, Roma.