Quizás deba sentarme cada uno de noviembre en la ventana que da al parque y, encerrada en mi habitación, preparar el encuentro. Lo más probable es que la muerte no se presente, ella es esquiva, pero puedo convocar a los muertos, eso traería resultados insospechados. Así lo hizo el narrador en De la ventana al parque (1992), novela de Jesús Urzagasti que nos invita a dar un paseo extraño por las divagaciones de la memoria prodigiosa de un narrador incansable.
Es complejo decir con precisión de qué va esta novela, cuál es su línea argumentativa, qué pretende el autor con esta obra. Sin embargo, no es tampoco relevante definir estas cosas, finalmente el texto se independiza de su autor y ya no necesita más presentaciones, cada texto carga un sentido que cobra vida solamente en contacto íntimo con el lector; cada texto volverá a significar, a nacer una y otra vez. Por consiguiente, debemos aferrarnos a una sola (aunque vaga) afirmación: De la ventana al parque habla de memoria, de muerte y de imaginación. Todo lo demás que se pueda elucubrar es sobre interpretación.
Debo confesar que –y espero se me excuse el atrevimiento de tomar este texto como el desahogo de mis impresiones y emociones– De la ventana al parque ha llegado hasta rincones recónditos de mi alma lectora, ha removido fibras internas que no puedo aún describir. Lo cierto es que los viajes por la memoria y la recuperación de los muertos es un tema que me intriga y me seduce con mucho éxito. Además, esta obra me pilla justo cuando he estado pasando tiempos muy dedicados e íntimos con la poesía de Jorge Teillier, poeta chileno, cuya obra mortal se entrelaza en pasajes con la obra de Urzagasti.
Por eso al leer esta novela lo hacía con los versos de Teillier penando por mi mente: “Para hablar con los muertos / hay que elegir palabras /que ellos reconozcan tan fácilmente / como sus manos / reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad. (…) Para hablar con los muertos / hay que saber esperar: / ellos son miedosos / como los primeros pasos de un niño. /Pero si tenemos paciencia / un día nos responderán”. Hay que tener esa paciencia que tuvo el narrador en De la ventana al parque para saber escuchar y hablar, y para que al igual que en la novela, al final podamos abrir la ventana y echar a los muertos a vagar, sabiendo que la vida continúa hasta que ya no lo haga más. Es así de simple.
Al leer esta novela me transporté a otros lugares donde no importaba qué se dice sino cómo se dice. Me sumergí en esta lectura como quien se sienta al lado de un viejo que después de haber vivido tanto, solo desea dar rienda suelta a su memoria junto a alguien que no se atreva a interrumpirlo porque, como sabemos, el tiempo se escapa. Me senté junto a la ventana, con la vista en el parque y la imaginación volando, como me habría sentado con el abuelo que nunca tuve y que siempre añoré. La lectura dejó de serlo y comencé a sentir que estaba junto a un anciano que me narraba sus divagaciones, sobre todo cuando emergían esas frases que solo un abuelo podría decir: “lo hizo reír a mandíbula batiente”. Hay miles de formas en que un texto puede tocar al lector, pero nada tan enriquecedor como dejarse fluir en un texto que invita a imaginar como lo haría un niño, como lo hacen los ancianos.
Durante la lectura también pensaba en este hombre intermediario entre los muertos, ese puente que conecta a los que ya se han ido, que los ayuda a conocerse, que les inventa anécdotas juntos y me imagino a un traductor. Traductor del más allá, de los anhelos que quedaron inconclusos y que aún se pueden materializar. La vida no es el límite, tampoco lo son las palabras, ni el aire, ni la imaginación después de cada libro que se cierra. El mismo narrador confiesa que perdió todo por recordar a los muertos, pero no se arrepiente. Porque finalmente uno no se arrepiente de los viajes que cambian el curso de una vida entera y tal parece que en esta obra encerrarse en el cuarto de la ventana al parque para convocar a los muertos y encaminarlos a seguir con la aventura de convivir, provoca que la vida cobre otro sentido. “Solo el campo abierto a la imaginación (…). Noche, árboles y lluvias, un mundo perdido desde donde arrastré mi nostalgia para vagar entre nuevos amigos que nunca pudieron entenderse con mis antiguos amigos”. Se devela el misterio: la muerte no existe cuando aún se puede compartir anécdotas y hay un ser humano dispuesto a traducir las aventuras y las voluntades.
Lo más destacable de esta novela es que permite continuar con el mito de que nuestros muertos no son sólo carne fría, que pueden seguir jugando roles cada vez que les recordamos. Sacar a los muertos de la infamia es un ejercicio delicioso. Sobre todo cuando pensamos que vida y muerte tienen mucho que ver. Me gusta la sensación que experimenté al leer la última frase, al imaginarme al personaje principal abriendo la ventana, dejando volar a los muertos, esa sensación de que algún día seremos leyenda, de que nuestras vidas y muertes ya no nos pesan porque ahora son de absoluta responsabilidad de quienes continúan en el mundo de los mortales. La moción que de algún día seremos leyenda me emociona porque representa sobre todo la única inmortalidad posible: la que se genera a partir de los recuerdos y la memoria.
Si la muerte es un hábito colectivo, como apunta don Nica, entonces también lo es la memoria y la imaginación. Así los muertos no mueren del todo, trascienden en estos ejercicios recopilatorios y la palabra es el arma como dijo Teillier: “palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”. La vida y la muerte finalmente no son más que eso: un todo donde la diferencia la marca algo de lo cual ni siquiera somos conscientes: la respiración. Acortar la brecha entre los que respiran y los que no parece ser más simple de lo que creemos, sólo hay que dejar que las cosas sucedan, que los hábitos colectivos se realicen y que las palabras nos inmortalicen porque algún día, a través de ellos, seremos leyenda.