Según un tweet de @tusabiasque, “un niño entre 3 y 5 años hace un promedio de 200 preguntas al día”.
Yo sí lo creo.
Desde, un “mamá, ¿puedo ir al baño?” (¡¿para qué preguntan?!); pasando por un “mamá, ¿me ayudas a …?” (lo que se te ocurra, o más bien, lo que se les ocurra a ellos: abrir, cerrar, subir, bajar, armar, cortar, pegar… las posibilidades son infinitas) o un “mamá, ¿dónde está mi …?” (coche, bici, oso, dibujo, pequeño pony, chango, diadema, cuento, zapato…); y finalmente, el famosísimo: “¿por qué?”.
Ya estoy tan acostumbrada, que en serio ni cuenta me doy. Contesto en automático, tan automático que a veces ni mi respuesta corresponde a la pregunta:
―Mamá, ¿por qué llora la princesa?
―Sí.
―¿Sí qué, má? (¿ésta contará como una de esas 200 preguntas?)
―¿Sí qué, qué amor? Perdón, ¿cuál era la pregunta?
Sí, lo admito, siempre los oigo, pero no siempre los escucho.
Este fin de semana, mi cuñado Luis ofreció venir a cuidarlos para que Beto y yo pudiéramos escaparnos un ratito al cine y a cenar. Luis, por cierto, no lee el blog. Tal vez por eso se ofreció a babysittear. Si lo hubiera leído, quizás no se hubiera ofrecido a cuidarlos. Lo caché cuando me dijo: “¡¿Qué onda con Pablo?! ¡¿Qué le pasa, por qué no deja de hablar?! ¿Tiene que estar diciendo algo TODO el tiempo?”. Tío Luis, si hubieras leído “Un post tras mil interrupciones” hubieras sabido que sí, efectivamente, Pablo siente la necesidad de estar hablando TODO el día. Quizás ahora comience a leerlo para saber lo que le espera a la próxima.
Hablando del tío Luis, Pía le pidió que le contara un cuento. Después de varias interrupciones por todas las preguntas que rebotaban en la cabeza de Pía en relación a la historia, Luis hizo una muy sabia observación: A esta edad, a los niños se les debería de leer los cuentos, empezando por el final:
―… “y vivieron felices para siempre”.
―¿Por qué?
―Porque “se casaron en compañía de todos sus amigos”.
―¿Por qué?
―Porque “finalmente su amor había triunfado”.
―¿Por qué?
―Porque “lograron romper el hechizo”.
… Y así, sucesivamente, hasta llegar al principio del cuento:
―“Había una vez una princesa”
―¿Por qué?
―Porque sí. Fin.
Si a los por qués de Pía, le sumas las famosas preguntas sin respuesta de Pablo (¿Qué pasa si partes un plátano, lo dejas afuera, pero la mamá de la paloma está de vacaciones?), entonces podrás entender por qué a veces me pueden hacer una pregunta tan sencilla como: ¿de fresa o de chocolate? Y ya no sé qué responder.
Hagamos cuentas:
200 (preguntas) x 3 (hijos)= 600 al día
600 (preguntas) x 365 (días)= 219,000 preguntas al año.
He ahí el motivo por la cual a veces parezco que he perdido la razón.
¿Alguna pregunta? No, verdad.