Ignacio Pinazo Camarlench: Desnudo femenino, 1894.
Museo del Prado, Madrid.
De todas sus amantes, y fueran muchas más de las que nunca ha mencionado, tal vez la que más deleite le proporcionó sin duda alguna fue la señorita Lupe de Seda, en aquellos días septentrionales, pocos pero densos y casi milagrosos, y en los que ocurrieron “cosas dignas de ser contadas con detalle”, aunque él dice que habría que disimularlas mucho para que circularan sin estropicio e incluso, y mucho más, para que resultaran creíbles. Dice también él que, pese a las aparentes disimilitudes, en lo relativo a la magnitud corporal, bien podría pensarse que eran cuerpos aquellos hechos el uno para el otro, tal resultaba la perfección del acople, la sintonía de los hálitos y el rimo uniforme a la par que complementario del vaivén del placer, grados de cercanía que en varias y sucesivas ocasiones —“aún tiemblo, dice, de sólo recordarlo”— culminaban en un mutuo desmayo tan entregado que, vuelve a apuntar, “se diría que era uno sólo el cuerpo de los amantes sin antes ni después, o sea eternos”. Doy fe de que se le humedecían también los ojos mientras lo recordaba. Y que después se le quedaba una sonrisa de las que llamaría beatíficas sino tuviera anejo el brillo concupiscente de quienes nunca olvidan lo que vale un cuerpo y el modo cierto en que por él es posible alcanzar la mayor, tal vez la única, gloria. Amén. (LUN, 960 ~ serie «Algunas de aquellas noches»)