Revista Opinión
El frío nos despierta por las mañanas y obliga a acurrucarnos bajo las mantas, buscando el refugio confortable de una compañía que nos haga demorar la inevitable marcha. Los cristales y espejos se vuelven borrosos con el vaho, igual que los valles con las nieblas, para anunciar la inminente llegada del invierno. Los días amanecen bañados por el rocío y se dejan acariciar por tímidos rayos de sol que invitan a deambular sin rumbo por calles y plazas. Tazas de café y periódicos llenan unas horas matinales que resplandecen, en los días soleados, bajo un cielo transparente de puro azul en el que revolotean, como si garabatearan promesas, gorriones y golondrinas inquietas. Los comercios levantan la veda del descanso y se llenan del bullicio de personas que aspiran a convertirse en reyes magos que satisfacen la ilusión de hijos y nietos, mientras los escépticos critican un despilfarro del que participan desde la barra de un bar o ante la pantalla del televisor. Todos apuran el mediodía antes de que la tarde se precipite hacia las penumbras tempranas que acortan el día y lo sumergen en el relente húmedo que se cuela hasta los huesos. Es el aliento de un invierno que pronto llamará a la puerta para despedir con nosotros otro año.