Apenas recuerdo nada de aquella noche, solo que llovía intensamente y que, al alzar la vista, me topé con la silueta imponente de la oscura y solitaria mansión. Una mole de piedra, ladrillo y cristales que alzaba al cielo las puntas afiladas de sus torres, como lanzas. Como garras de halcón. Un arco de grandes dimensiones daba acceso al recinto. Y, por algún motivo que aún no alcanzo a comprender, las rejas que debían custodiar la entrada aquel día estaban replegadas a ambos lados del arco, dejando ver los frondosos jardines y la galería de columnas que conducía a la puerta de la mansión. Tal vez por el frío, quizá movida por la curiosidad, crucé el arco de un salto y me interné en la galería para guarecerme de la tormenta, que en aquellos momentos se cernía con furia sobre la ciudad gris, quebrando los cielos con sus telarañas […]
Revista Cultura y Ocio
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