Para muchos sonaría ilógico y descabellado intentar encontrar similitudes entre Allende y Piñera. Muchos apelarían a las diferencias más visibles y tangibles: uno empresario, de derecha; otro médico, de izquierda. O a cuestiones más subjetivas como que uno gobierna para los ricos y el otro para los trabajadores. Pero, si uno analiza los antecedentes y los contextos que marcan sus elecciones y el proceso que viven sus gobiernos, las similitudes contextuales no dejan de ser importantes, sobre todo para quienes valoran la Democracia.
Allende y Piñera, ambos son presidentes electos democráticamente en medio de crecientes críticas a las élites políticas y el orden democrático imperante, y altas expectativas ciudadanas, en torno a la idea de cambio o transformación.
Bajo ese contexto, ambos no tardan en encontrarse con gobiernos bajo alta presión (por parte de detractores y adherentes), con oposiciones férreas, y el surgimiento de discursos con claras tendencias a la polarización política, que se suman o aprovechan las crecientes y diversas demandas ciudadanas.
Salvador Allende, es electo en medio de un proceso creciente de aumento de expectativas sociales, económicas y políticas -que viene desde el gobierno de Frei Montalva y su Revolución en Libertad- y un ambiente que involucra claras críticas al orden democrático vigente y la clase política, que venían manifestándose desde principios de los 60´.
Sebastián Piñera, es electo después de veinte años -sin interrupción- de gobiernos de la Concertación, en un contexto donde la ciudadanía en general -y eso lo demuestran las encuestas- se muestra reacia a los principales sectores dominantes del sistema político, lo que se refleja en alta desafección y desconfianza en el sistema político, mientras sus demandas (sociales, políticas y económicas) parecen ser crecientes.
Es notorio en ese sentido que en medio de tales escenarios y como parte esencial de sus candidaturas, ambos se muestren como ajenos a las clases políticas y el orden vigente, del cual no obstante, ellos mismos surgen. De ahí que no sólo se muestren como agentes de cambio, sino que prometan dar prioridad a las demandas ciudadanas por sobre cualquier presión, a favor de cambios profundos y nuevas formas de gobernar, como clara contraposición al orden político y democrático imperante que critican indirectamente.
Esto, claramente aumenta las expectativas ciudadanas, sobre todo en un escenario de descontento creciente con las clases políticas y el orden político. Así, consciente o inconscientemente, cada uno opone la figura presidencial -su figura en cada caso- al orden político vigente en su totalidad (aunque ambos valoran el cargo como una institución republicana). Craso error que no considera las propias limitaciones del cargo.
Tanto Allende como Piñera, con sus promesas –debido al personalismo- sumadas al descontento ciudadano con el orden vigente, los dejan en medio de un dilema casi insalvable: entre cumplir las altas expectativas generadas entre los ciudadanos (que comienzan a desbordar los ámbitos democráticos); o respetar el orden democrático imperante en el cual fueron electos, que se muestra anquilosado e incapaz de absorber las demandas.
Y aquí entramos en el punto clave de esta reflexión, que en definitiva es en torno a la Democracia y lo necesario de advertir sobre los riesgos de la polarización. Y entonces hay que distinguir entre aquellos argumentos que plantean tales riesgos en base al valor que se da a la Democracia como idea y actuar ético, de aquellos otros discursos que: o buscan agudizar la polarización para justificar acciones radicales “revolucionarias” o “reaccionarias” (generalmente violentas); o que buscan desprestigiar posiciones a favor del cambio o contra éste.
Cualquiera de estos discursos, coloca en tela de juicio el orden vigente. Pero el problema no es ese, sino los limites que se auto imponen tales discursos en términos éticos en cuanto a la acción política. Entonces, algunos pueden llegar a plantear la ruptura total para imponer un nuevo orden “más justo”, y otros plantear la ruptura para frenar “el desenfreno democrático”. En ambos casos, el fin justifica los medios, y entonces estamos mal encaminados.
Eso fue, nada más y nada menos lo que ocurrió durante la crisis institucional de 1973. Diversas fuerzas, de extrema derecha, de extrema izquierda, comenzaron a arrinconar paulatinamente al sistema democrático, dando paso a una polarización donde los argumentos y discursos que se impusieron fueron los anteriormente descritos, sobre todo el uso de la fuerza.
Lo peor, la Democracia como idea y como base ética del actuar político, queda aprisionada y en riesgo total, sobre todo cuando aumenta la polarización política (de detractores y adherentes), ejerciendo presión de diversas formas, sobre el sistema democrático mismo, haciendo que el debate político quede atrapado en medio de dos posiciones polares e intransigentes:
- Aquellos (no sólo ciudadanos sino actores políticos) que en medio del aumento de las expectativas, consideran al sistema democrático vigente -defectuoso y todo- como una traba inútil, que debe ser prácticamente abatida de raíz, incluso por fuerza o presión constante (irónicamente para imponer más democracia).
- Aquellos -sobre todo aquellos que flirtean con ideas autoritarias como si fueran democráticas- que consideran a la democracia como un mal necesario y como causa importante del aumento de las demandas y el “desorden social”, haciendo referencia al exceso de democracia o la necesidad de tutelarla (de manera autoritaria).
Y acá está el detalle. El riesgo no es que la ciudadanía exija cambios de manera pacífica y plantee demandas legítimas, el riesgo es que se impongan discursos y con ello posiciones que justifiquen el uso de la violencia, ya sea para propiciar cambios o para frenarlos.
Y ese riesgo, lamentablemente, aún cuando los tiempos sean otros, siempre es latente, para cada individuo y para la Democracia.
La experiencia nos muestra que ninguna de estas posiciones polares, da paso a más Democracia, sino que al autoritarismo, la violencia, y el crimen. Da lo mismo quien logre finalmente apropiarse del monopolio de la fuerza, que es lo que en fondo siempre se disputa.
Que Piñera no tenga el mismo destino de Allende. Porque para mejorar la Democracia no es necesario matarla…