Revista Cultura y Ocio

Allí, en las salinas

Publicado el 02 noviembre 2013 por Katto @JesusMuCa
Allí, en las salinasUn sol de justicia caía sobre el asolado descampado. No había ni una sombra bajo la que refugiarse. La playa, aún lejana, se percibía al final del camino como un oasis. En el horizonte se abrazaban cielo y mar, logrando que no se supiera con certeza dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro. El poco pasto seco que sobrevivía allí relucía bajo el sol como el mismo oro, mecido con suavidad por la fresca brisa que en contadas ocasiones regalaba el mar.Hacía bastante tiempo, demasiado, que Carlos no se dejaba caer por allí. Recorría el largo camino hacia la playa como tiempo atrás lo hiciera junto a su padre. Una oleada de recuerdos le sacudió con tanta violencia que apenas le permitió contener las lágrimas. Miró a un lado y a otro buscando algo que jamás encontraría, pues aquel lugar había sido abandonado a su suerte.Aquellas salinas, rebosantes de vida hacía ya tantos años, ya no eran más que un testigo mudo de la historia de todos aquellos que, como su padre, pasaron sus días trabajando bajo el sol. Un cementerio de historias, una tierra yerma que ya no albergaría vida nunca más.
Carlos caminó junto a las albuferas que quedaban al lado de la carretera, sin quitar ojo a Tiro, su perro, que le acompañaba en todos sus paseos.La poca sal que quedaba acumulada en las balsas brillaba bajo el sol como lo hace un espejo. Algunos de aquellos pequeños cristales creaban caprichosas formas sobre la arena. Era una de esas cosas que le asombraban de pequeño de aquel lugar, esas pequeñas obras de arte que creaba la propia naturaleza.Se grababan sus pasos en la tierra al avanzar hacia la playa. El suelo allí siempre estaba un tanto húmedo. La solitaria playa se extendía a ambos lados hasta donde la vista podía alcanzar. Tomó la dirección que le llevaría a casa.
Fue con parsimonia por el camino que hacía de frontera entre la playa y las balsas donde se trabajaba la sal. En la distancia avistó una caña de pescar clavada en la arena. No muy lejos se encontraba el dueño, sentado frente al mar en una de esas tumbonas de plástico. Tan sólo llevaba puesto un pantalón. Sólo cuando se aproximó a él, pudo comprobar que tenía el aspecto de un verdadero naufrago. Tenía el pelo mal cortado y una espesa barba blanca que se enredaba sobre su cuello. En su piel, curtida por el tiempo, se apreciaban algunas cicatrices. Tiro le ladraba en la distancia mientras Carlos se acercaba cada vez más al solitario pescador. ¿Qué haría allí en medio de tanta soledad? Al llegar a su lado, tan sólo pudo guardar silencio y contemplar el mar. Un profundo sentimiento de paz le invadió.
-¿Quieres probar? –le preguntó de repente el pescador.
-¿Cómo dice?
-¿Qué si quieres lanzar la caña? –insistió, algo malhumorado.
-Ah…, no. No soy demasiado mañoso en eso.
-Los jóvenes de ahora no sois mañosos en nada –se levantó de su asiento y tomó la caña-. Si tuvierais que comer lo que cazarais o pescarais, seguro que seríais más habilidosos. ¡Hombres de provecho! ¡Eso es lo que seríais! -Con un brusco movimiento, inclinó todo su cuerpo hacia delante, lanzando el anzuelo a una distancia considerable. Mientras tanto, Carlos le miraba asombrado, a la par que le escuchaba con suma atención-. Yo me he hecho a mí mismo. Aquí, en estas salinas –continuó, clavando la caña en la arena-. Llevo aquí toda una vida. Demasiado –murmuró.
-¿Usted trabajó aquí? –preguntó Carlos con cierto reparo.
-Y he vivido aquí. Justo ahí –alzó su brazo señalando un lugar vacío al lado del camino. El joven no supo qué decir al ver que allí no quedaban restos de nada-. No. No busques. No hallarás nada más que una tierra yerma. Aquí ya no queda lugar ni para la vida. Todo se fue con la sal.
-Mi padre también trabajó aquí. Y su padre.-Mucha gente trabajó aquí. Muchas generaciones han comido de lo que les daba la sal, hasta que llegaron esas hienas con sus apuestos trajes y sus buenas palabritas a llevarse nuestro pan, nuestra vida –enfurecía por momentos. Acompañaba cada palabra con violentos ademanes y, cada vez, alzaba más la voz-. Algunos luchamos hasta el final mientras que otros se vendieron como mercancía. Gente miserable a la que sólo le importaba su bienestar. Mal rayo los parta.
Carlos comprendió, tras escucharle, que no debía decir nada más. A aquel hombre no le quedaban más que sus quejas y sus recuerdos, y estaba seguro de que sus palabras sólo lograrían hundirlo y enojarlo aún más. A su familia, sin duda, le fue mejor que a él.
-Bueno, debo marcharme, se hace tarde –se excusó antes de silbar para llamar a Tiro-. Espero que piquen mucho, señor.
Se dirigió hacia el camino sin esperar una respuesta del pescador. Se oía el constante ladrido de Tiro por la solitaria playa. Carlos volvió a silbar para llamar la atención del perro, pero no sirvió de nada. Seguía ladrando con cierta desesperación cerca de una de las balsas.
Al salir al camino, el joven lo volvió a intentar, obteniendo el mismo incesante ladrido como respuesta. No le quedaba otra que ir hacia donde estaba el perro para llevárselo, y fue al llegar allí cuando comprobó que ladraba a algo que había dentro de la balsa. No sabía de qué se trataba, pero algo, en el fondo, se movía con lentitud. Como emergiendo de la espesa masa que había formado la mezcla del agua, la arena y la sal.
Se inclinó un poco más sobre la balsa, tratando de ver mejor lo que había dentro. Frunció el ceño cuando creyó ver una bota, pero no podía ser. No sería nada más que basura. Al retroceder para irse, vio de nuevo cómo algo se movía.
Su imaginación le debía estar jugando una mala pasada, debía ser eso. Dentro de aquella balsa no podía haber una persona. Era imposible. Se acercó una vez más. Estaba asustado y un tanto alterado. Quería gritar, necesitaba hacerlo. Un fuerte sentimiento de angustia le presionaba el pecho. Se acercó demasiado al borde de la balsa. Le falló un pie y por muy poco no calló dentro. La arena del borde estaba suelta, por lo que tuvo que dar un paso atrás para afianzarse. Y entonces, lo vio claro. No era más que una bota suelta. Allí no había más que basura.
Respiró. Se sentía aliviado. Incluso dejó escapar una carcajada. Se rió de sí mismo, de su propia estupidez y de lo ingenuo que había llegado a ser al pensar que allí podría haber alguien. Seguía escuchando los ladridos de Tiro. –Calma, Tiro. No es nada- dijo para calmar al perro manteniendo la sonrisa en su rostro.Al girarse lo vio. Un escalofrío le atravesó como un rayo, desde la cabeza hasta los pies. Sintió un frío punzante en la nuca. Cuando trató de salir de allí, alguien se le acercó de forma súbita. Se quedó quieto, contemplando, algo asustado, la figura recortada sobre el horizonte. Lo poco que el sol le permitía ver.
Sin duda, estaba acorralado. Podía sentir cada respiración, cómo el silencio que gobernaba en las salinas le aplastaba. No podía gritar aunque quisiese, no podía hacer nada más que esperar a que ocurrirse algo. ¿Qué quería aquel hombre de él? Y sin previo aviso se abalanzó sobre Carlos, empujándolo a la balsa.
Se hundía en el fango y no podía hacer nada por evitarlo. Trató de agarrarse a cualquier cosa, incluso intentó gritar, pero se sentía ahogado. Cada uno de sus movimientos le hundía más en el fango.
En su agonía, lanzó uno de sus brazos hacía un lado y dio con algo alargado. Tiró con todas sus fuerzas, pensó que esa era su salvación. Una rama, un trozo de madera, una goma, algo que le ayudara a salir de allí. Tiró con tal fuerza que arrancó algo, y fue al mirar de qué se trataba cuando lo comprendió todo. Quien lo había arrojado se acercó al borde y fue entonces cuando pudo verle el rostro. Todo encajaba al fin y se dejó hundir, contemplando su figura frente a él. Sabiendo, al fin, el motivo por el cual el pescador estaba allí, en mitad de toda aquella soledad.

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