El barrio das Fontes había crecido al oeste de la villa de San Miguel, más allá de los muros, bajando hacia la pequeña ensenada de Silveira, donde fondeaban las barcas de los pescadores y algunos barcos de poco calado. Había un permanente olor a pescado podrido en la orilla, de donde partía un empinado sendero flanqueado por algunas viviendas muy pobres, dos o tres tabernas y otras tantas posadas para los marineros que hacían escala en la isla. Más arriba, antes de que el sendero se ensanchase para entrar en la barriada, había una casa más grande, de dos plantas, con las paredes encaladas y corredores y balcones de madera. Unos macizos de hortensias blancas y azules separaban el edificio del camino, dándole un aire más respetable. Sobre la puerta, en una viga de encina que hacía de dintel, estaba escrito el nombre de la posada: Los Reyes Magos.
Más allá del zaguán se abría un patio con poca luz y altas paredes, del que arrancaba una escalera con baranda que conducía a la planta de arriba. Un estrecho corredor de madera daba entrada a las habitaciones.
En el último escalón estaba sentada una mujer gruesa, de cierta edad, que bajo el borde de la falda, dejaba ver unos gruesos calcetines oscuros. Con ambos tacones repiqueteaba sobre la madera del siguiente escalón. Al cabo de unos minutos de tan mecánico movimiento, alzó la cabeza y oteó el cielo hacia uno y otro lado, como el perro que husmea una pista. Finalizado su escrutinio, se levantó con pesadez y se dirigió a la primera puerta de la derecha, en la que llamó con unos golpes quedos.
-Ama, ama -susurró, pegando la boca al quicio de la puerta.
Dentro de la estancia, Elvira Santos abrió los ojos al oír la llamada de su aya. Estaba tumbada sobre el lecho y apoyaba la cabeza en el brazo de su amante. No sentía ganas de moverse, de alejar su cabeza de la mano que acariciaba sus cabellos con parsimonia, pero hizo un esfuerzo y se levantó, abrió los postigos del ventanuco y dejó que los rayos de luz iluminasen tímidamente las paredes. Después llenó el aguamanil y se enjuagó las axilas y las ingles. Le daba miedo terminar de despertarse y romper el hechizo del encuentro, breve, breve, aunque habían sido tres horas. Breve, aunque hubieran sido siete. Se secó con una toalla y empezó a vestirse. Por primera vez la habitación le pareció fea: los desconchones en las paredes, las manchas de humedad en los rincones, los agujeros de polilla en las columnas del dosel y el color amarillento de los visillos recogidos a los lados.
-Ojalá que el día no acabara nunca.
Rui Nunez también se había levantado. Tenía puesta una camisa larga que le cubría los muslos. Las pantorrillas y los brazos del hombre eran blancos y velludos, el cuello estrecho, el mentón afeitado y la cabellera negra y rizada. María se acercó a él y lo besó muchas veces, en las mejillas, en los ojos, en los labios; después lo abrazó y se pegó a su cuerpo hasta que el hombre la alejó para contemplarla a su gusto.
-Esta será la última vez, mi señora, la última -le dijo Ruimientras cogía su mano derecha y la besaba en los nudillos-. El domingo estaremos casados y embarcados, y nos despediremos de San Miguel.
Volvieron a sonar los golpes en la puerta.
-Ama, ya es tarde -su aya la apremiaba para que se marcharan.
-Ya voy, Martina, ya voy -y le abrió la puerta para que entrase y terminase de vestirla.
Elvira permaneció de espaldas mientras su aya le ponía unos aros de mimbre, pequeños, una falda blanca y almidonada y la sobrefalda de un discreto color marrón; le amarraba los cordones del corsé y del corpiño, del mismo color que la falda; y le colocaba encima el jubón verde oscuro y unas mangas postizas a juego.
-Siéntese, ama -le acercó la única silla, con la anea rota y algo desvencijada, y le calzó los chapines forrados de cordobán y, sobre estos, unas chinelas de cuero más basto.
-Os acompañaré hasta la villa -dijo Rui, que puso las manos sobre los hombros y depositó un beso en su cuello.
Elvira Santos sintió una congoja muy grande en el pecho, una pena profunda y escozor en los ojos. No entendía ese sentimiento inoportuno cuando el panorama era tan hermoso, le daba rabia mostrar su debilidad justo al final; pero se sobrepuso y le respondió que no era necesario, ni prudente, que las acompañase.
-No quiero que volváis sola a esta hora -insistió Rui-. Se hace tarde.
-Aún no, y no hay que arriesgarse en balde-dijo ella, y puso su mano sobre la suya.
-Está bien -cedió el hombre-, mas apresuraos y salid de una vez.
Martina estiró el vuelo del vestido de su ama, para que no se notasen las arrugas, y le colocó sobre los hombros una capa negra.
-Tened mucho cuidado, querida mía. Os veré el domingo.
-Lo estoy esperando.
-En la ermita de Nuestra Señora de los Remedios.
-Allí estaré.
-Cuando toquen las vísperas.
-Sí, sí, antes de que amanezca -dijo Elvira, y se marchó lanzándole un último beso con la mano. "Allí estaré, allí estaré", pensó.
En próximas entradas nuevos relatos históricos. Hasta entonces, felices lecturas.