Revista Cultura y Ocio
Un ramito de flores de almendro he regalado a cada alumna. Uno también para las profesoras. Era un detalle con retraso pues el 14 de febrero, San Valentín, los almendros solo ofrecían diminutos botones florales, pequeños paquetitos de cinco pétalos plegados, que no se atrevían a asomar aún, asustados quizá por el frío de la primera semana de febrero.
La flor del almendro, la gota de nieve, viste las ramas del árbol anunciando con sus copos florales la primavera. Es el milagro de las flores precediendo a las hojas, del vestido blanco que dará paso al verde en la cercana primavera. Maravilla contemplar esta petalosa nevada cubriendo las ramas desnudas apenas una semana antes.
El almendro, árbol del amor, es el protagonista de historias muy hermosas. Rara es la cultura que no cuente la historia de una hermosa reina, nacida en lejanas y frías tierras, que añora nostálgica sus montañas nevadas. Y siempre hay algún solícito rey que decide sembrar los campos de miles de almendros que, en una hermosa mañana de febrero, regalarán a su amada el virginal espectáculo de la nieve en flor.
En el lejano oriente las almas sensibles de artistas, de pintores y poetas, no podían sustraerse de reflejar la belleza de los almendros en flor. En los cuadros, en los kaikus, con el Fujiyama al fondo, en el delicado jardín japonés... las estampas de almendros florecidos son irrenunciables en sus composiciones.
Incluso en el los textos sagrados de la Biblia, en el Éxodo, se describe el candelabro sagrado aludiendo a la forma de la flor del almendro.
Y no solo por sus colores sino por su olor dulce y fragante, por su incontable florescencia, por su forma delicada y efímera, por su bella simetría, por la facilidad con que sus pétalos se desprenden como leves mariposas blancas, por su tacto fresco y húmedo, por su amistad con el rocío... eres mi flor preferida: representas la victoria de la humildad multiplicada, de la potencia de la sencillez, eres el triunfo de las pequeñas cosas bellas.