Saquearle las estanterías a Salvia es una tentación difícil de reprimir. De vez en cuando, entre los títulos que voy deborando, cae alguno de los suyos. Los ataques selectivos ya han tenido como blanco a Henning Mankell o a Arturo Pérez Reverte, no sin daños colaterales sobre otros títulos sueltos, y ahora -esto va por temporadas, como la moda o los conflictos bélicos- tengo mi punto de mira centrado en Almudena Grandes.
En su día leí con curiosidad Las edades de Lulú, su llamativo debut. Después he ido siguiéndola en sus colaboraciones regulares en radio -con su vehemencia y vitalidad torrenciales en las tertulias de 'La radio de Julia', la Otero, hace unos cuantos años ya- o en prensa, alternando espacio semanal con Rosa Montero en el dominical de El País. Ahora estoy inmerso en su Inés y la alegría, el primero de los episodios de aire galdosiano que ha dedicado a la España que nació con la Guerra Civil. El ejemplar de Salvia está dedicado personalmente por la autora con palabras que incitan al disfrute de la vida. Me está gustando.
El mes pasado leí su Atlas de geografía humana, novela muy distinta de la anterior. Se trata de un mosaico de esforzada introspección en el momento vital por el que pasan sus cuatro protagonistas, mujeres en la treintena ya avanzada que se encuentran en la encrucijada que las sitúa ante un buen tramo de su vida ya gastado y aún sin la certeza de tener la felicidad en sus manos. En muchos momentos me costó centrarme en las peripecias de cada una de ellas, tal vez por mi torpeza para retener nombres propios. Sin embargo, me convenció su fuerza narrativa y la precisión de sus descripciones, con pasajes de gran belleza emotiva.
La Grandes satura de pura vida lo que narra. Supongo que no hace falta sentirse identificado con sus personajes para comprender la valentía de sus actos, o la miseria que pueda haber en su forma de pensar, o ver las aptitudes que saben explotar para sobreponerse a sus desdichas. Ese atlas de índice, en mi opinión, algo farragoso me ha enseñado que nunca es tarde emprender nada en la vida, o para creer que nuestro tren sigue encarrilado, que el mecanismo de cambio de vía funciona bien y podemos utilizarlo cuando queramos, o que cualquier batalla que libremos junto a los raíles no descarrilará nuestra máquina.