Alrededor de 1910 la naturaleza humana cambió
Por Javier Martínez Gracia
@JaviMgracia
De manera semejante a como ocurre con los ataques epilépticos, el hundimiento en la esquizofrenia va precedido a menudo por un aura. Klaus Conrad, psiquiatra alemán, en un libro ya clásico sobre esta enfermedad, denominó este estadio preliminar Trema, término de la jerga teatral referido al miedo a salir a escena que siente un actor antes de comenzar la representación. En esos momentos, el enfermo se mostrará suspicaz y agitado, a menudo expectante y lleno de terror. Los esquizofrénicos que mejor se expresan apenas aciertan a describir lo que pasa diciendo que “todo es extraño, o todo es de una manera diferente”. Antoine Roquentin, el protagonista de “La Náusea”, de Jean Paul Sartre, describía de esta forma lo que le estaba pasando cuando, subido a un tranvía, pasó precisamente por esta fase de Trema de su crisis esquizofrénica, que él llamaba la Náusea: “Apoyo la mano en el asiento, pero la retiro precipitadamente: eso existe. Esta cosa en la cual estoy sentado, en la cual apoyaba mi mano se llama banqueta (…) Murmuro: es una banqueta, un poco a modo de exorcismo. Pero la palabra permanece en mis labios; se niega a posarse en la cosa (…) Lo mismo podría ser un asno muerto, por ejemplo, hinchado por el agua, flotando a la deriva, con el vientre al aire en un gran río gris, en un río de inundación; y yo estaría sentado en el vientre del asno y mis pies se mojarían en el agua sucia. Las cosas se han liberado de sus nombres. Están ahí grotescas, obstinadas, gigantescas y parece imbécil llamarlas banquetas o decir algo de ellas: estoy en medio de las Cosas, las innominables. Solo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen, están ahí (…) El cobrador me obstruye el camino. ‘–Espere la parada’. Pero le empujo y me bajo en marcha. No podía más. Ya no podía soportar que las cosas estuvieran tan cerca (…) Me gustaría tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca… Y de golpe, de un solo golpe, el velo se desgarra, he comprendido, he visto”. Se trata de una manera de situarse ante las cosas, la que así se inaugura, que va más allá de lo que puede llegar a vivenciar un esquizofrénico: toda una época, toda una cultura parece estar convocada para dar preferencia a ese modo de mirar. “¿No es cierto que las experiencias se han independizado del hombre? –se pregunta Robert Musil en “El hombre sin atributos”– Ha surgido un mundo de atributos sin hombre, de experiencias sin uno que las viva (…) Probablemente, la descomposición de las relaciones antropocéntricas, que durante tanto tiempo han considerado al hombre como centro del universo, pero que desde hace siglos están desapareciendo, ha llegado, finalmente, al propio yo, pues la creencia de que lo más importante en la vivencia es que uno la viva y en la acción que uno la haga comienza a parecer, a la mayor parte de los hombres, una ingenuidad”. En línea con Musil, Paul Cezanne, uno de los que abrieron la puerta a estos nuevos tiempos, decía: “(Los artistas y sus producciones) somos un caos irisado. El hombre ausente, absorbido enteramente en el paisaje…”. En sentido contrario, Ortega reflexionaba sobre las consecuencias de esa salida del hombre del escenario de sus propias experiencias, a la vez que reclamaba el mantenimiento de la forma de mirar alternativa, la que está perdiendo hoy vigencia: “Si no hubiera más que ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta viendo y ve interpretando: un ver que es mirar. Platón supo hallar para estas visiones que son miradas una palabra divina: las llamó ideas. Pues bien, la tercera dimensión de la naranja no es más que una idea, y Dios es la última dimensión de la campiña” Cuando se produce la crisis esquizofrénica, desaparece la empatía, que es el sentimiento que nos permite trasladarnos emocionalmente al mundo de los demás y de todo lo que, en general, nos rodea. La realidad queda entonces desvitalizada, los demás seres vivientes son vistos como autómatas o como maniquíes de un cuadro de de Chirico, o incluso es como si desaparecieran del campo perceptivo en cuanto que tales seres vivientes; los objetos son asimismo percibidos como definitivos, inamovibles e insignificantes, y así vienen a correlacionar con esa nueva disposición del sujeto esquizofrénico que le empuja a prescindir…, mejor dicho, desvitalizar el mundo exterior. Repararemos de nuevo en las explicaciones de Roquentin: “Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo (…) Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de coger la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse coger; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto, me detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte. Esta mañana en la biblioteca, cuando el Autodidacta vino a darme los buenos días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido, apenas un rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté en seguida y el brazo cayó blandamente”. Resulta cierto, pues, al menos en este caso, lo que afirma Musil a propósito de que estamos ante “un mundo de atributos sin hombre, de experiencias sin uno que las viva”. Desprovistas de la intencionalidad, de la energía ordenadora y jerarquizadora con que las cosas quedan investidas cuando sentimos empatía, cuando despiertan nuestra curiosidad y nuestro interés (cuando las interpretamos), esas cosas pierden su significado. Se limitan a ser impresiones, entes irreales, lejanos, ajenos; si son seres vivos, quedan reducidos a ser meros autómatas, maniquíes, simulacros. Son cosas particulares, cada una separada de las demás, sin que quepa junto a ellas un concepto que las unifique con alguna otra y que, por tanto, les dote de significado y de una función o utilidad. Como dijo Marcel Duchamp: “No es este tiempo de completar las cosas, es una época de fragmentos” Las palabras mismas pasan a ser no significantes, sino realidades en sí mismas, igual que ocurre en la poesía modernista. Cada cosa se individualiza, no queda en ella ningún resto de sustancia que la aproxime a las demás y pueda en ellas prolongarse, algo reconocible o evocador que le de consistencia y continuidad. Una cara pasa a ser, como en un cuadro de Picasso, ahora un ojo, una oreja poco después, unos labios… Todo es susceptible de fragmentación, de escisión en parcelas insignificantes, porque la idea de completitud, de un todo integrador, la aportamos los sujetos cuando salimos a la realidad pertrechados con nuestro afán ordenador, el que precisamente le falta al esquizofrénico (y al artista moderno y posmoderno). Uno de ellos decía sentirse “rodeado por una multitud de detalles insignificantes”. “No veía las cosas como una totalidad, solo fragmentos”. Y otro más hablaba de esta forma: “Si miro mi reloj, veo el reloj, la correa, la cara, las manecillas y así sucesivamente; entonces tengo que armarlo para captarlo como una sola pieza”. Usando la terminología de Sartre, diríamos que no hay esencias, solo existencias.
Giorgio e Chirico-Plaza de Italia, 1913
Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de extrañeza
Es lo que, por ejemplo, pasa en los cuadros surrealistas. Giorgio de Chirico, uno de los más significados predecesores de ese movimiento, escribe en su Diario: “Una iluminada tarde de invierno me encontraba en la plazoleta del palacio de Versalles. Todo me observaba con una mirada extraña e interrogadora (…) Y entonces, más que nunca, sentí que todo estaba inevitablemente allí, pero sin razón alguna y sin ningún significado (…) Uno debe plasmar todo en el mundo como un enigma, no solo las grandes preguntas que uno siempre se ha formulado… Sino más bien entender el enigma de las cosas consideradas generalmente insignificantes… Vivir en un mundo como si este fuera un inmenso museo de extrañeza”. Giorgio de Chirico-Las Musas inquietantes-1918
El esquizofrénico se siente atrapado por una situación inamovible, interrumpido su flujo vital, sin que la experiencia del tiempo, la que se abre a partir de la existencia de propósitos, le permita escapar o proyectarse hacia otra cosa. Para él lo que hay, lo hay fatalmente, absolutamente. Escribe el Roquentin de Sartre: “Veo el porvenir. Está allí en la calle, apenas más pálido que el presente. ¿Qué necesidad tiene de realizarse? ¿Qué ganará con ello? (…) La vieja se acerca a la esquina de la calle, ahora solo es un montoncito de trapos negros. Bueno, sí, lo acepto, esto es nuevo, no estaba ahí hace un instante. Pero es una novedad descolorida, desflorada, que nunca puede sorprender”. Esta misma perspectiva de Roquentin fue la que James Joyce eligió para desde ella hacer deambular en un día absurdo (un día que no formaba parte de ninguna historia) a Leopold Bloom, el protagonista de su paradigmático “Ulises” (que ha sido considerada “la novela del siglo XX”). Dice de este libro la autorizada voz de Carl Gustav Jung: “El ‘Ulises’ de Joyce es, en rigurosa oposición con su antiguo homónimo, una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple ojo, una oreja, una nariz, una boca, un nervio táctil, expuesto sin freno ni selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada, de los hechos físicos y psíquicos que registra –casi fotográficamente– (...) (El libro) no sólo empieza y acaba en la nada, sino que se compone también de puras nadas (...) No existen en él ni antes ni después, ni arriba ni abajo”. Y concluye Jung poco más adelante:“Aun para el profano, sería fácil advertir la analogía entre el estado mental de la esquizofrenia con el Ulises” En 1924, en una conferencia que dio en Cambridge, Virginia Woolf pronunció unas frases que se harían famosas: “En, o alrededor de diciembre de 1910, la naturaleza humana cambió. No fue repentino ni tan claro (…) Todas las relaciones humanas cambiaron… las relaciones entre amos y sirvientes, entre maridos y esposas, entre padres e hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian, se produce a la vez un cambio en la religión, en el comportamiento, en la política y la literatura”. El resquebrajamiento cultural del que la misma Woolf fue abanderada, y del que quedaron impregnadas tanto su literatura como su personalidad (incluido su fatal destino final), no surgió de la noche a la mañana: hay una larga trayectoria por detrás que lo respalda. No sería posible que por delante le quedara otro tanto.